miércoles, 17 de diciembre de 2014

“Éste fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”


El ángel anuncia en sueños a San José

“Éste fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-28). Sorprende la precisión de la Sagrada Escritura en narrar el admirable origen sobrenatural de Nuestro Señor Jesucristo: “María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”, como así también sorprende la necedad y ceguera de quienes, no obstante la claridad de las Escrituras, se empeñan en negar la Verdad Revelada de este sencillo, breve, y al mismo tiempo contundente párrafo, que afirma la maternidad divina de María Virgen y la condición de Jesucristo como Hijo de Dios, porque es el cumplimiento de las profecías mesiánicas.
“Éste fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”. En dos renglones, el autor sagrado, inspirado por el Espíritu Santo, revela lo oculto a los ojos de los hombres, visible sólo a los ojos de Dios: la concepción milagrosa y virginal de Jesús de Nazareth, que es, al mismo tiempo que hombre, Dios, sin dejar de ser Dios, porque lo concebido en el vientre virginal de María es llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”. La otra verdad que el párrafo revela -además de que el Mesías anunciado por los profetas desde la Antigüedad, es Dios y Hombre al mismo tiempo- es que la Madre de ese Mesías es, al mismo tiempo, Madre y Virgen, lo cual también había sido profetizado: “El Señor mismo os dará una señal: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios con nosotros’” (Is 7, 14). 
Por lo tanto, no se puede leer este párrafo y no aceptar sus consecuencias: creer en la maternidad divina de María -puesto que concibe por obra y gracia del Espíritu Santo, sin intervención de varón: “María, su madre, estaba comprometida con José y, cuanto todavía no habían vivido juntos…”- y al mismo tiempo, admitir su virginidad, admitir que lo concebido en ella es de origen divino: “…concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”, y admitir que el Hijo concebido es Dios: “Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: ‘La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán de nombre ‘Emmanuel’ que significa ‘Dios con nosotros’”. 
La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán de nombre ‘Emmanuel’ que significa ‘Dios con nosotros’”: no puede estar más clara y contundente la revelación de la condición de María como Madre de Dios y como Virgen al mismo tiempo y, al mismo tiempo, la condición de Jesucristo como Hombre y como Dios -y, por añadidura, la condición de San José como varón casto, santo y puro-.
De la aceptación de este párrafo, con un corazón puro, sencillo, humilde, depende, por lo tanto, la aceptación de todo el entero edificio dogmático y por lo tanto de la fe pura y santa de la Santa Iglesia Católica, y de su rechazo, depende el rechazo de toda la fe católica. Lo que sucede es que, de este párrafo, se derivan también la condición de María como Mediadora de todas las gracias y como Puerta celestial por la cual ingresa al mundo la Luz Eterna, Jesucristo; se afirma también que Ella es Madre de Dios; se afirma que Jesucristo es Dios Hijo y no un hombre cualquiera; por transición, se afirma por la fe de la Iglesia, que la Eucaristía no es un poco de pan bendecido, sino la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la cruz, por cuanto es la prolongación de la Encarnación del Verbo y la actualización de su sacrificio en cruz.
Afirmar o negar la verdad de este pasaje, tiene por lo tanto numerosas consecuencias en la fe; admitirlo y vivirlo, según la fe de la Santa Iglesia Católica, significa elevar el alma a la contemplación del misterio trinitario; negarlo y reducirlo a los estrechos límites de la razón, significa reducir la fe, la Iglesia, Jesucristo y la Eucaristía y la verdad de María, Virgen y Madre de Dios, a construcciones religiosas inventadas por la mente humana, como medios para satisfacer un instinto religioso y nada más; es decir, negar lo sobrenatural de este pasaje, significa negar el destino de eterna bienaventuranza en los cielos, conseguido al precio de la muerte en cruz de Nuestro Señor Jesucristo; significa negar la redención y el rescate, obtenidos al precio altísimo de la Sangre del Cordero, derramada en el Calvario y recogida en el cáliz del altar eucarístico, cada vez que se celebra la Santa Misa.

“Éste fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”. Aceptemos entonces con fe y con amor y vivamos, con la fe de la Santa Iglesia, los maravillosos misterios que nos revela este pequeño pero admirable párrafo del Evangelio, que de esta manera nos prepara para la Navidad, porque el Niño cuyo Nacimiento conmemoramos en Navidad -y cuyo Nacimiento se actualiza, por el misterio de la liturgia eucarística, en el altar eucarístico-, no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios, Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios. Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, para que nos hagamos como niños y así entremos en el Reino de los cielos: “Quien no sea como un niño, no entrará en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). 
Este Evangelio nos prepara para la Navidad, para que no vivamos la Navidad d un modo pagano, sino con los ojos de la fe: al contemplar al Niño del Pesebre, el Niño de Belén, no contemplamos a un Niño más entre tantos: contemplamos al Verbo de Dios que se encarnó en el seno virgen de María Santísima y que nace en Belén, "Casa de Pan", para donarse en el altar de la cruz primero y en el altar eucarístico después, como Pan de Vida eterna. Para este misterio de la Navidad, un Dios hecho Niño, que luego se donará en la cruz y en el altar, es que nos prepara este Evangelio.

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