“No
ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista y sin embargo el más
pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él” (Mt 11, 11-15). Jesús alaba a Juan el Bautista diciendo de él que “no
ha nacido ningún hombre más grande”, pero al mismo tiempo, dice que “el más
pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él”. La razón es que Juan
es el mayor de los profetas del Antiguo Testamento, porque él es el Precursor,
el profeta inmediatamente anterior al Mesías, contemporáneo al Mesías, que señala
la Llegada y la Presencia del Mesías entre los hombres: “Este es el Cordero de
Dios” (…). Su misión es la más alta de entre todos los profetas del Antiguo
Testamento, porque mientras los profetas del Antiguo Testamento profetizaron
por medio de visiones la llegada del Mesías, el Bautista es mucho más próximo
al Mesías, no solo cronológicamente, sino biológicamente, puesto que es incluso
su primo, su pariente. Juan el Bautista tiene por lo tanto la misión de
predicar la conversión de los corazones y de administrar un bautismo meramente
moral, como preparación de los espíritus para la inminente llegada del Mesías,
el Cordero de Dios, al cual él señala con su dedo, y terminará sellando su
anuncio con el derramamiento de su propia sangre. En esto consiste su grandeza,
en la especial misión que le compete, y en el hecho de que está destinado al
martirio, a sellar con su propia sangre el anuncio de la inminente Primera
Venida del Mesías.
Sin
embargo, si bien el Bautista es el más grande de los profetas de la Antigua
Alianza, la Nueva Alianza, el Reino de Jesucristo, será tan superior, que
cualquiera que sea establecido en esta Nueva Alianza, será superior al
Bautista, y la razón es que será Jesucristo mismo en Persona quien le concederá
un bien que lo engrandecerá sobre todo otro bien, y ese bien será la causa de
esa superioridad. ¿Cuál es este bien misterioso, que hace que quien pertenezca
a la Nueva Alianza, sea superior al más grande de la Antigua Alianza, Juan el
Bautista? Para saberlo, es necesario acudir a la parábola del servidor bueno y
fiel[1]
(24, 42ss) y prestar atención a su simbología: el siervo es el bautizado; la
túnica ceñida es la actitud vigilante y operante de quien obra activamente la
misericordia, movido por el Amor de Dios; la lámpara es la naturaleza humana,
el cuerpo y el alma y la lámpara encendida es esa naturaleza humana, iluminada
por la gracia santificante y aquí está la superioridad de la Nueva Alianza, en
la gracia santificante, porque es lo que permite al siervo bueno y fiel salir
de la oscuridad y estar iluminado, para esperar a su amo, que vendrá “a la hora
menos esperada”; el premio que recibe el servidor bueno y fiel, por su actitud
vigilante, es la vida eterna.
“No
ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista y sin embargo el más
pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él”. La grandeza de la
Nueva Alianza radica en la gracia santificante, gracia que concede la filiación
divina, lo cual constituye un privilegio imposible de dimensionar en esta vida,
aunque tampoco en la otra, tanta es su grandeza. La gracia nos hace ser hijos
de la Iglesia e hijos de Dios y como hijos de Dios, la gracia nos hace capaces de contemplar la gloria del
Verbo de Dios que se hace Carne: “El Verbo (que) era Dios (…) vino a los suyos
(…) a los que lo recibieron, les dio el poder de ser hijos de Dios (…)”.
Ahora
bien, “el Verbo de Dios que se hizo Carne”, prolonga su Encarnación en la
Eucaristía, por lo tanto, al contemplar la Eucaristía, contemplamos, en cierta
manera, la gloria de Dios, por medio de la fe, ya en esta tierra, como un
anticipo de lo que será la contemplación de la gloria del Cordero de Dios y de
la Trinidad en el cielo: “Y el Verbo se hizo carne y puso su morada entre
nosotros –y nosotros vimos su gloria, gloria como de Unigénito del Padre- lleno
de gracia y de verdad” (cfr. Jn 1, 1-14).
Es por todos estos motivos que, cualquiera, en el Reino de los cielos, es
decir, en la Nueva Alianza, en la Iglesia Peregrina, aun siendo “nada más
pecado”, por la gracia santificante recibida en el bautismo, somos más grandes
que Juan el Bautista.
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