“Al
ver la ciudad (de Jerusalén) Jesús se puso a llorar por ella” (Lc 19, 41-44). El llanto de Jesús se
debe a que, debido a su condición de Hombre-Dios, es omnisciente y en su
omnisciencia ve cómo Jerusalén rechazará al Mesías enviado por Dios y ve cómo
será arrasada por sus enemigos, como consecuencia de este rechazo. Dios la
dejará librada a sus enemigos, quienes la sitiarán, le prenderán fuego y la
arrasarán, no dejando en ella “piedra sobre piedra”. De esta manera, Jesús
profetiza el futuro de Jerusalén, un futuro de tristeza y dolor, de llanto y de
amargura, que le sobrevienen a la ciudad por no haber “sabido reconocer el
tiempo en que fuiste visitada por Dios”: Jerusalén no ha reconocido en Jesús al
Mesías Salvador, Portador de la paz de Dios y ahora deberá sufrir la guerra que
le hacen los hombres; no tendrá piedad ni misericordia para con el Cordero de
Dios y lo crucificará en las afueras de la ciudad, y por lo tanto sus enemigos
tampoco tendrán piedad de ella, sitiándola para luego ingresar hasta el centro
mismo de la ciudad, arrasándola a sangre y fuego y derribando sus muros hasta
el suelo.
Pero
el Evangelio tiene además otra lectura, porque Jerusalén es figura del alma y
esto quiere decir que el lamento de Jesús por la ruina de Jerusalén, es también
el lamento de Dios ante la ruina del alma en pecado. El pecado es al alma lo
que la guerra, el fuego y la espada es a Jerusalén: así como Jerusalén queda en
ruinas, con sus muros arrasados hasta el suelo y con sus restos humeantes por
la acción del fuego, así el pecado deja al alma sin la gracia de Dios, arrasada
por el mal, desolada y presa de los ángeles caídos.
“Al
ver la ciudad (de Jerusalén) Jesús se puso a llorar por ella”. El llanto de
Jesús por Jerusalén debe conducirnos a reforzar nuestro propósito de conservar
y aumentar el estado de gracia, para que Jesús nunca tenga que llorar por la
ruina de nuestras almas, y esto se consigue con la meditación frecuente de la Pasión de Jesús, con la oración, la confesión sacramental, la comunión
eucarística, el ayuno, la limosna –“La caridad cubre una multitud de pecados”[1]- y
las obras de misericordia corporales y espirituales.
Una vez un hombre dsconocido al pasar junto a el me dijo...pareces un muerto,estas muerto!Y asi era muerto por el pecado,Jerusalem como te extraño,mas Jesus me salvo y dio sentido a mi vida con su luz.
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