“¿Ninguno
volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?” (Lc 17, 11-19). Al comprobar la ingratitud e indiferencia de nueve
de los diez leprosos que fueron curados milagrosamente por Él, Jesús hace esta
pregunta retórica: “¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”.
Esta
misma pregunta la hace Jesús al comprobar la indiferencia con la cual Él es
tratado, día a día, todos los días, por una incalculable masa de hombres, la
gran mayoría de ellos, cristianos. Debemos por lo tanto estar muy atentos para
no caer en el mismo error de los nueve leprosos, puesto que, como cristianos,
diariamente, recibimos una infinidad de dones de parte de Jesucristo, los
cuales son inmensamente más grandes, prodigiosos y maravillosos, que la mera
curación de una enfermedad corporal, como lo es la lepra. Solo por uno de estos
dones, ya tenemos motivo más que suficiente para acudir a postrarnos en
adoración ante Jesús sacramentado, para darle gracias.
Para
que sepamos de qué tenemos que agradecer, mencionemos solo algunos de los dones
recibidos: todos los días recibimos su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad en la Eucaristía; todos los días bebemos del contenido de su Sagrado Corazón,
su Sangre Preciosísima, y con su Sangre, su Espíritu, el Amor de Dios; todos
los días Jesús renueva, de modo incruento, su Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio
por el cual derrama hasta su última gota de Sangre, la cual es recogida en el
cáliz del altar eucarístico por nuestra salvación; todos los días Jesús renueva,
en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, la muestra de Amor más grande que
jamás un Dios haya podido dar a su creatura predilecta, el hombre; todos los
días, Dios Padre nos entrega, para nuestra posesión y gozo, todo lo que Él
tiene, que es su Hijo Jesús en la Eucaristía, para que Él a su vez nos done a
Dios Espíritu Santo por la comunión eucarística.
Estos
son solo algunos de los innumerables dones, gracias, prodigios, milagros,
recibidos por Jesús todos los días de nuestras vidas, sin contar otros, tanto
en el orden natural como en el sobrenatural, los cuales, siendo tantos,
necesitaríamos volúmenes enteros para solo enumerarlos. Y sin embargo, cuando
acudimos a la Santa Misa, o cuando rezamos, o cuando nos acordamos de Dios por
medio de la oración, lo hacemos, casi siempre, para pedir y casi nunca para
agradecer. De esta manera, repetimos la actitud ingrata, producto de un corazón
frío y desagradecido, de los nueve leprosos que, una vez curados, se olvidan de
Jesús. Aprendamos del extranjero leproso que vuelve a dar gracias a Jesús y lo
imitemos, postrándonos ante su Presencia sacramental, agradeciéndole su
infinito, incomprensible, inagotable e inabarcable Amor de su Sagrado Corazón
Eucarístico.
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