“Señor,
que yo vea otra vez” (Lc 18, 35-43). Un
ciego, que se encuentra a la vera del camino, escucha que Jesús está pasando y
comienza a gritar con todas sus fuerzas para atraer su atención. Luego de
insistir, a pesar de que los discípulos de Jesús lo hacían callar, logra su
cometido, pues Jesús se entera de su presencia y lo hace traer ante Él. Una vez
delante de él Jesús le pregunta “qué es lo que quiere que haga por él” y el
ciego le responde que desea ver “otra vez”. Jesús le concede lo que quiere y el
ciego comienza a ver nuevamente.
Este
episodio posee una sobreabundante riqueza espiritual porque nos muestra a Jesús
que, como Hombre-Dios, ejerce su omnipotencia divina en favor de la humanidad,
enferma a causa de la herida del pecado original y representado en el ciego del
camino. Con sólo quererlo Jesús, el ciego vuelve a ver –no es ciego de
nacimiento, evidentemente-, lo cual es una muestra –ínfima, pero muestra al
fin-, de la inconmensurable potencia divina del Hombre-Dios. Sin embargo, no
radica aquí el valor más preciado de este episodio del Evangelio, puesto que la
curación física es una figura de la curación espiritual que Jesús obra en el
alma y Jesús obra –y quiere obrar- en el alma portentos mucho más grandiosos
que una simple curación corporal.
Precisamente,
la ceguera corporal, curada por Jesús, es una figura de la ceguera espiritual,
por lo que en ese ciego podemos vernos nosotros, que también estamos ciegos espiritualmente
como consecuencia del pecado, pero también estamos ciegos espiritualmente en
relación al misterio de Dios Uno y Trino, porque el misterio de la Santísima
Trinidad es impenetrable a los ojos de la creatura, sea el hombre o el ángel, y
solo la gracia divina, surgida de ese mismo Dios Trino, puede conceder a la
creatura racional la luz necesaria para contemplarla.
“Señor,
que yo vea otra vez”. También nosotros, como el ciego del camino, debemos pedir
a Cristo Jesús que nos cure nuestra ceguera espiritual y para ello debemos
hacer lo que hizo el ciego del camino, llamando a Jesús con los gritos del
corazón. Pero nosotros, a diferencia del ciego del Evangelio, que esperaba a
Jesús a la vera del camino y fue llamado por Él ante su Presencia, somos
llamados por la gracia ante su Presencia sacramental, la Eucaristía y allí, en
la adoración eucarística, elevamos la súplica ardiente del corazón: “Señor, que
yo vea, Señor, que yo vea tu infinito Amor, el Amor que brota de tu Sagrado
Corazón traspasado, y que sea capaz de comunicarlo a mis hermanos obrando la
misericordia, para así glorificar tu Nombre en el tiempo, como anticipo de la
glorificación en la eternidad”.
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