sábado, 9 de noviembre de 2013

“Dios es un Dios de vivientes y no de muertos”



(Domingo XXXII - TO - Ciclo C – 2013)
         “Dios es un Dios de vivientes y no de muertos” (Lc 20, 27-38). Frente a los saduceos Jesús revela la doctrina de la resurrección, según la cual, los cuerpos habrán de resucitar, aunque unos para la gloria y otros para la condenación. Es conveniente tener en cuenta esta verdad de fe, tanto más cuanto que, en nuestros días y gracias a la difusión de errores de todo tipo –propagados sobre todo por la secta de la Nueva Era, New Age o Conspiración de Acuario-, se sostienen doctrinas pertenecientes a religiones orientales que nada tienen que ver con la fe católica relativa a lo que sucede luego de la muerte. Estas doctrinas erróneas, asumidas acrítica e irresponsablemente por amplios sectores del catolicismo incluyen, por ejemplo, la creencia en la reencarnación, o en la disolución del yo en la nada, o en el paso “automático” e inmediato, después de esta vida, a un estado de felicidad plena, sin importar si el alma está en estado de gracia o de pecado mortal en el momento de morir. La desviación en la verdadera fe en la resurrección de los cuerpos es lo que explica que se esté instalando una costumbre pagana entre muchos católicos, como la cremación del cuerpo y posterior dispersión de las cenizas, en vez de sepultarlo: la sepultura tiene el sentido de afirmar precisamente la fe en la resurrección del cuerpo, que será resucitado por el poder divino en el Último Día; cuando no se cree en la resurrección, no tiene sentido la sepultura, y por eso se decide por la costumbre pagana de la cremación.
         Es doctrina de la Iglesia Católica que, inmediatamente después de la muerte, el alma se presenta ante Dios quien, como Justo Juez, examina sus obras a la luz de la Cruz de Jesús y, de acuerdo a esto, dictamina el destino eterno del alma: o Cielo o Infierno. No existe otro destino posible: o la eterna salvación, o la eterna condenación, y en ambos casos, es la persona toda, es decir, el alma unida al cuerpo, quien se salva o se condena.
         Es en esto en lo que consiste la resurrección de los cuerpos: luego de esta vida, el alma se une a su cuerpo, del cual se había separado en el momento de la muerte, y si está en gracia, le comunica de esta gracia al cuerpo, el cual se ve transformado por efecto de la gloria divina –de ninguna manera por la existencia de “fuerzas” subyacentes a la naturaleza humana, que no existen-, adquiriendo las mismas propiedades del Cuerpo resucitado de Jesús, de cuya gloria es hecho partícipe por la Misericordia Divina: sutil –puede atravesar la materia-, luminoso –resplandece con la luz de la gloria comunicada por el alma, que es la gloria de Jesucristo, la cual le comunica, además de la luz, una hermosura imposible siquiera de describir-, impasible –ya no sufre más ni la enfermedad, ni el dolor ni la muerte, consecuencias del pecado original- y finalmente la agilidad –propiedad del cuerpo resucitado de obedecer prontamente al espíritu en forma instantánea, con suma facilidad y rapidez, en contraste con la pesadez de los cuerpos terrestres, sometidos a la gravedad de la tierra-. A todo esto se le suma, en el que ha resucitado para el cielo, la alegría y el amor que se siguen de la contemplación en éxtasis beatífico de la Santísima Trinidad, y es en esto en lo que consiste el “cielo”, en esta contemplación extasiada en el amor y la alegría de la Tres Divinas Personas.
         Es necesario tener presente que la felicidad eterna de la que gozan los cuerpos resucitados, no es “automática”, porque no hay un pasaje “inmediato” al cielo, sino la presentación del alma ante Dios Trino para recibir su Juicio Particular y luego su destino eterno. En nuestros días, se ha extendido la errónea idea de que el pasaje a la otra vida se da sin esta instancia de comparecer ante el Creador, que en ese momento será Justo Juez y no Dios Misericordioso, y por eso es necesario recordar que el destino eterno dependerá de nuestras obras: si son buenas y meritorias para el cielo, es decir, hechas en gracia, nos granjearán la entrada al Reino de los cielos; si son malas y no meritorias, nos granjearán la entrada al Reino de las tinieblas, el Infierno.
         Es conveniente entonces recordar lo que los Doctores de la Iglesia, como Santo Tomás de Aquino, nos dicen acerca de la realidad de la resurrección de los cuerpos, porque unos resucitarán para la vida eterna –serán los cuerpos transformados por la gloria divina-, mientras que otros resucitarán para la muerte eterna, y así como los cuerpos gloriosos deben su luz y su gloria a la gracia de Cristo que, proviniendo de Cristo, llena al alma de gloria y esta luego se derrama sobre el cuerpo, así también los cuerpos que resuciten para la eterna condenación, recibirán aquello de lo que está colmada el alma, el pecado, pecado que le comunicará al cuerpo toda la fealdad, la negrura yla maldad del pecado, y es esto lo que hará que los cuerpos de los condenados estén sujetos al eterno dolor y estén, más que envueltos en tinieblas, como “impregnados” por una tiniebla que, brotando de la misma alma, se le adhiere de modo irreversible.
         Esto quiere decir que si la realidad de la resurrección de los cuerpos en la gloria constituirá un motivo más de alegría eterna para los bienaventurados, no es menos cierto que la resurrección de los cuerpos para la condenación, esto es, para la privación de la gloria, será un motivo más de tortura para los condenados. Esta es doctrina de fe de la Iglesia y así expresa esta verdad Santo Tomás de Aquino (con relación a los cuerpos que resuciten para la eterna condenación): “Así como en los santos la bienaventuranza del alma se comunica en cierto modo a los cuerpos, según se dijo antes, así también los sufrimientos del alma serán extensivos a los cuerpos de los condenados, teniendo, sin embargo, presente que, así como las penas no excluyen del alma el bien de la naturaleza, tampoco le excluyen del cuerpo. Los cuerpos de los condenados permanecerán, pues, en la integridad de su naturaleza, pero no poseerán las cualidades pertenecientes a la gloria de los bienaventurados; no serán ni sutiles ni impasibles; estarán, por el contrario, adheridos de una manera más estrecha a su materialidad y pasibilidad; no tendrán agilidad, porque apenas serán susceptibles de ser movidos por el alma; no tendrán claridad, sino oscuridad, a fin de que la oscuridad del alma se refleje en los cuerpos, según estas palabras de Isaías: ‘Semblantes quemados los rostros de ellos’”[1].
“Dios es un Dios de vivientes y no de muertos”. Jesús resucitó con su propio poder divino para comunicarnos su gracia en esta vida y su gloria divina en la otra, venciendo a la muerte el Domingo de Resurrección. No hagamos vano su deseo de llevarnos al cielo y para eso, vivamos en gracia, obremos el bien y conservemos la fe hasta el final, y así resucitaremos en el Día Final, Día en el que con nuestra alma y nuestro cuerpo glorificados, adoraremos al Cordero por los siglos infinitos.



[1] Compendio de Teología, Capítulo CLXXVI. Hablando de los cuerpos de los condenados, continúa Santo Tomás de Aquino (transcribimos literalmente a Santo Tomás, dada la importancia del tema): “El castigo eterno producirá en los cuerpos cuatro taras contrarias a las dotes de los cuerpos gloriosos. Serán oscuros: Sus rostros, caras chamuscadas. Pasibles, si bien nunca llegarán a descomponerse, puesto que constantemente arderán en el fuego pero jamás se consumirán: Su gusano no morirá, y su fuego no se extinguirá. Pesados y torpes, porque el alma estará allí como encadenada: Para aprisionar con grillos a sus reyes. Finalmente, serán en cierto modo carnales, tanto en alma como el cuerpo: Se corrompieron los asnos en su propio estiércol. La pena del llanto. Debe decirse que en el llanto corporal se hallan dos cosas. Una es la resolución de las lágrimas. Y en cuanto a esto el llanto corporal no puede existir en los condenados. Porque después del día del juicio, descansando el movimiento del primer móvil, no habrá ninguna generación, o corrupción, o alteración del cuerpo. Y en la resolución de las lágrimas es preciso que haya generación de aquel humor que destila por medio de las lágrimas. Por lo cual en cuanto a esto no podrá haber llanto corporal en los condenados. Lo otro que se halla en el llanto corporal es cierta conmoción y perturbación de la cabeza y de los ojos. Y en cuanto a esto podrá haber en los condenados, llanto después de la resurrección. Porque los cuerpos de los condenados no sólo serán afligidos en lo exterior, sino por lo interior, según que el cuerpo se cambia para el padecimiento del alma en bien, o en mal, Y en cuanto a esto el llanto de la carne indica la resurrección, y corresponde a la delectación de la culpa, que hubo tanto en el alma como en el cuerpo. La pena del fuego. Del fuego con que serán atormentados los cuerpos de los condenados después de la resurrección es preciso decir que es corpóreo porque al cuerpo no puede adaptarse convenientemente la pena, sino es corpórea. Por lo cual San Gregorio, prueba que el fuego del infierno es corpóreo por lo mismo que los réprobos después de la resurrección serán arrojados en él. También San Agustín, manifiestamente confiesa que aquel fuego con que serán atormentados los cuerpos es corpóreo Y de esto versa la cuestión presente. Pero de qué manera las almas de los condenados son atormentadas por este fuego corpóreo, ya se ha dicho en otra parte. La pena que causará el conocimiento. Debe decirse que así como por la perfecta bienaventuranza de los santos no habrá en ellos nada que no sea materia de gozo, así también en los condenados no habrá nada que no sea en ellos materia y causa de tristeza; ni faltará nada de cuanto pueda pertenecer a la tristeza para que su desdicha sea consumada. Mas la consideración de algunas cosas conocidas bajo algún concepto induce al gozo o por parte de las cosas cognoscibles, en cuanto se aman, o por parte del mismo conocimiento, en cuanto es conveniente y perfecto. Puede también haber razón de tristeza ya de parte de las cosas cognoscibles, que son aptas para contristar; ya de parte del mismo conocimiento, según que se considera su imperfección; como cuando uno considera que le falta el conocimiento de alguna cosa cuyo perfecto conocimiento apetecería. Así pues en los condenados habrá actual consideración de aquellas cosas que antes supieron, coma materia de tristeza, y no como causa de delectación. Pues considerarán las cosas malas que hicieron por las que han sido condenados, y los bienes deleitables que perdieron, y por ambas cosas se atormentarán. Del mismo modo también serán atormentados porque considerarán que el conocimiento que tuvieron de las cosas especulativas era imperfecto, y que perdieron su perfección suma, que podían haber adquirido. Pena de daño. Esa pena será inmensa en primer lugar por la separación de Dios y de los buenos todos. En esto consiste la pena de daño, en la separación, y es mayor que la pena de sentido. Arrojad al siervo inútil a las tinieblas exteriores. En la vida actual los malos tienen tinieblas por dentro, las del pecado, pero en la futura las tendrán también por fuera. Será inmensa, en segundo lugar, por los remordimientos de su conciencia. Sin embargo, tal arrepentimiento y lamentaciones serán inútiles, pues provendrán no del odio de la maldad, sino del dolor del castigo. En tercer lugar, por la enormidad de la pena sensible, la del fuego del infierno, que atormentará alma y cuerpo. Es este tormento del fuego el más atroz, al decir de los santos. Se encontrarán como quien se está muriendo siempre y nunca muere ni ha de morir; por eso se le llama a esta situación muerte eterna, porque, como el moribundo se halla en el filo de la agonía, así estarán los condenados. En cuarto lugar, por no tener esperanza alguna de salvación. Si se les diera alguna esperanza de verse libres de sus tormentos, su pena se mitigaría; pero perdida aquélla por completo, su estado se torna insoportable. En el infierno se sufrirá de muchas maneras. Debe decirse que, según San Basilio, en la última purificación del mundo se hará separación en los elementos, de modo que cuanto es puro y noble permanecerá arriba, para gloria de los bienaventurados; pero cuanto es innoble y manchado será arrojado al infierno para pena de los condenados; de suerte que, así como toda creatura será para los bienaventurados materia de gozo, así también para los condenados será aumentado el tormento por todas las creaturas, conforme a aquello , peleará con él el orbe de las tierras contra los insensatos. También compete a la divina justicia que así como los que apartándose de uno por el pecado constituyeron su fin en las cosas materiales, que son muchas y varias, así también sean afligidos de muchas maneras por muchos. La pena que causará el gusano. Debe decirse que después del día del juicio en el mundo renovado no quedará animal alguno, o cuerpo alguno mixto, sino sólo el cuerpo del hombre, porque no tiene orden alguno respecto a la incorrupción, ni después de aquel tiempo se ha de verificar generación y corrupción. Por lo cual el gusano que se supone en los condenados, no debe entenderse que es corporal, sino espiritual, el cual es el remordimiento de la conciencia, que se llama gusano en cuanto nace de la podredumbre del pecado, y aflige al alma como el gusano corporal nacido podredumbre aflige punzando”.

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