“Si
ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera
que está ahí: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', ella les obedecería” (Lc 17, 1-6). Jesús nos da la forma de
medir la cualidad de nuestra fe: si es pequeña, aun cuando sea del tamaño de un
grano de mostaza –que es muy pequeño, puesto que mide uno o dos milímetros,
cuando mucho-, tendrá una fuerza tal que, al ordenarle a una morera que se
arranque de cuajo y se plante en el mar, la morera obedecerá la orden dada. Esto
nos sirve para comprobar que, cuando ponemos en práctica las palabras de Jesús –es
decir, cuando le damos a la morera la orden que nos dice Jesús-, nos damos
cuenta de que nuestra fe personal no tiene, ni mucho menos, el tamaño de un
grano de mostaza, porque es un hecho de comprobación directa que, aunque le
digamos a una morera, o a cualquier árbol, que se arranque de raíz y se plante
en el mar, no lo hace. Esto nos hace ver la pequeñez e insignificancia de
nuestra fe personal, pero el hecho no debe desanimarnos porque lo que no
podemos nosotros con nuestra fe pequeñísima, sí lo puede la fe de la Iglesia, que
es la Esposa del Cordero, y la fe de la Iglesia puede algo infinitamente más
grande que simplemente arrancar un árbol y plantarlo en el mar: la fe de la
Iglesia puede hacer que el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad, obre el prodigio más asombroso que jamás haya existido ni pueda
existir; la fe de la Iglesia hace que el Verbo de Dios, la Palabra eterna del
Padre, renueve de modo incruento el Santo Sacrificio de la Cruz, en el altar;
la fe de la Iglesia hace que el altar eucarístico, estando en la tierra, se
convierta en una porción de los cielos eternos, que dará cabida, por el
misterio de la liturgia eucarística, a Aquel a quien los cielos no pueden
contener, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, cuando descienda sobre el altar y se
quede en la Eucaristía para donarse como Pan de Vida eterna a los hombres que
lo reciban con fe y con amor en la comunión eucarística.
“Si
ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera
que está ahí: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', ella les obedecería”. No
debe preocuparnos en absoluto que nuestra fe personal sea más pequeña aun que
un grano de mostaza, puesto que comprobamos que no podemos mover, no ya un
árbol, sino ni siquiera una hoja de trébol, porque para compensar la debilidad
de nuestra fe, está la fe de la Santa Madre Iglesia, que hace descender de los
cielos eternos al Hijo Unigénito para que, renovando incruentamente el Santo
Sacrificio de la Cruz en el altar eucarístico, se nos done como Alimento
celestial, como Manjar de los ángeles, como Pan Vivo bajado del cielo. Y esta
fe de la Iglesia posee una fuerza infinitamente más poderosa que la necesaria
para arrancar un árbol de la tierra y trasplantarlo del mar, porque la fe de la
Iglesia, al creer en el Hombre-Dios Jesucristo y en su sacrificio redentor que
se renueva en cada Santa Misa, arranca nuestros corazones de la tierra y los
trasplanta en los cielos eternos.
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