miércoles, 27 de noviembre de 2013

“Verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria”


“Verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria” (Lc 21, 20-28). Jesús profetiza acerca de dos hechos futuros, uno que es contemporáneo a sus discípulos, y otro que sucederá al fin de los tiempos: el primero es el asedio y ruina de Jerusalén, que marcará el inicio del “tiempo de los gentiles”, o también los Últimos Tiempos, que se prolongarán hasta su Segunda Venida, y el segundo es el de su Segunda Venida, la cual estará precedida por “grandes señales en el sol, la luna y las estrellas” y en la tierra habrá “gran ansiedad” porque “las potencias de los cielos serán conmovidas”.
Jerusalén asediada por ejércitos será la señal para que los discípulos puedan huir de la ciudad, porque éste es el castigo decretado por Dios y no se puede escapar de él[1]. Según esta profecía, Jerusalén y el templo serán destruidos, en castigo de la resistencia de Israel al Espíritu Santo y de su repudio de Jesús (Hch 7, 44-53)[2]. Teniendo en cuenta esta profecía, los cristianos se retiraron de la Ciudad Santa, al otro lado del río Jordán.
Ahora bien, el hecho de que Jesús hable del “tiempo de los paganos”, separa este acontecimiento, la ruina de Jerusalén, de la consumación final, su Segunda Venida. Este “tiempo de los paganos” tiene todavía que cumplirse y finalizará con la conversión de Israel (Rm 11, 24) y el advenimiento del Supremo Juez (Ez 30, 3; 1 Cor 11, 26; Jn 19, 37).
Los dos acontecimientos tienen relación con nuestra vida espiritual porque la Jerusalén terrestre es figura de la Jerusalén celestial, la Iglesia, Esposa del Cordero, que es llamada por lo mismo “Nueva Jerusalén”, la cual pasa a ser depositaria de las promesas desde el momento mismo en que se cumple la destrucción profetizada por Jesús. En otras palabras, los cristianos, como integrantes de la Nueva Jerusalén, somos los depositarios de las promesas mesiánicas que antes pertenecían a la Jerusalén terrestre. Pero por el mismo motivo por el cual, como Iglesia Militante, somos partícipes de la Nueva Jerusalén, también quedamos comprendidos en la persecución que se anuncia en el Apocalipsis (11, 2) y en el Catecismo en su número 675: “La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”.
Es por esto que la recomendación de Jesús –la de estar atentos a las señales de los tiempos así como de erguir la cabeza porque la liberación está cerca-, más sus llamados insistentes a la vigilancia (Mc 13, 37), muestra que la prudencia cristiana no está en desentenderse de estos grandes misterios (1 Tes 5, 20), sino en prestar la debida atención a las señales que Él nos anticipa, tanto más cuanto que su Segunda Venida puede sorprendernos en un instante, puesto que es menos previsible que el momento de la muerte y puesto que “nadie sabe ni el día ni la hora”.
“Verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria”. Jesús nos advierte que nosotros, como miembros integrantes de la Nueva Jerusalén, debemos estar atentos a las señales de los tiempos, para que cuando llegue el momento de su Segunda Venida, seamos encontrados “despiertos y vigilantes”, es decir, en estado de gracia. Si esto hacemos, entraremos en la patria definitiva de todos los rescatados por la Sangre del Cordero: “Jerusalén, ciudad del cielo, feliz visión de paz” (Himno de la dedicación de las iglesias)[3].




[1] Cfr. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 639-640.
[2] Cfr. X.- León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1993, Biblioteca Herder, voz “Jerusalén”, 438.
[3] Cfr. Dufour, ibidem, 439.

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