“Verán
al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria” (Lc 21, 20-28). Jesús profetiza acerca de
dos hechos futuros, uno que es contemporáneo a sus discípulos, y otro que
sucederá al fin de los tiempos: el primero es el asedio y ruina de Jerusalén,
que marcará el inicio del “tiempo de los gentiles”, o también los Últimos
Tiempos, que se prolongarán hasta su Segunda Venida, y el segundo es el de su
Segunda Venida, la cual estará precedida por “grandes señales en el sol, la
luna y las estrellas” y en la tierra habrá “gran ansiedad” porque “las
potencias de los cielos serán conmovidas”.
Jerusalén
asediada por ejércitos será la señal para que los discípulos puedan huir de la
ciudad, porque éste es el castigo decretado por Dios y no se puede escapar de
él[1]. Según
esta profecía, Jerusalén y el templo serán destruidos, en castigo de la
resistencia de Israel al Espíritu Santo y de su repudio de Jesús (Hch 7, 44-53)[2].
Teniendo en cuenta esta profecía, los cristianos se retiraron de la Ciudad
Santa, al otro lado del río Jordán.
Ahora
bien, el hecho de que Jesús hable del “tiempo de los paganos”, separa este
acontecimiento, la ruina de Jerusalén, de la consumación final, su Segunda
Venida. Este “tiempo de los paganos” tiene todavía que cumplirse y finalizará con
la conversión de Israel (Rm 11, 24) y
el advenimiento del Supremo Juez (Ez
30, 3; 1 Cor 11, 26; Jn 19, 37).
Los
dos acontecimientos tienen relación con nuestra vida espiritual porque la
Jerusalén terrestre es figura de la Jerusalén celestial, la Iglesia, Esposa del
Cordero, que es llamada por lo mismo “Nueva Jerusalén”, la cual pasa a ser
depositaria de las promesas desde el momento mismo en que se cumple la destrucción
profetizada por Jesús. En otras palabras, los cristianos, como integrantes de
la Nueva Jerusalén, somos los depositarios de las promesas mesiánicas que antes
pertenecían a la Jerusalén terrestre. Pero por el mismo motivo por el cual,
como Iglesia Militante, somos partícipes de la Nueva Jerusalén, también
quedamos comprendidos en la persecución que se anuncia en el Apocalipsis (11,
2) y en el Catecismo en su número 675: “La persecución que acompaña a su
peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la
forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución
aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La
impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un
pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el
lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”.
Es
por esto que la recomendación de Jesús –la de estar atentos a las señales de
los tiempos así como de erguir la cabeza porque la liberación está cerca-, más
sus llamados insistentes a la vigilancia (Mc 13, 37), muestra que la prudencia
cristiana no está en desentenderse de estos grandes misterios (1 Tes 5, 20), sino en prestar la debida
atención a las señales que Él nos anticipa, tanto más cuanto que su Segunda
Venida puede sorprendernos en un instante, puesto que es menos previsible que el
momento de la muerte y puesto que “nadie sabe ni el día ni la hora”.
“Verán
al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria”. Jesús nos
advierte que nosotros, como miembros integrantes de la Nueva Jerusalén, debemos
estar atentos a las señales de los tiempos, para que cuando llegue el momento
de su Segunda Venida, seamos encontrados “despiertos y vigilantes”, es decir,
en estado de gracia. Si esto hacemos, entraremos en la patria definitiva de
todos los rescatados por la Sangre del Cordero: “Jerusalén, ciudad del cielo,
feliz visión de paz” (Himno de la dedicación de las iglesias)[3].
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