(2015)
“Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20, 11-18). Tanto los dos ángeles que se encuentran en el
sepulcro, como Jesús, que se encuentra en el jardín, dirigen a María Magdalena
la misma pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Pero en ninguno de los dos casos,
María Magdalena se da cuenta que está hablando, primero con ángeles, y luego
con Jesús resucitado. Además, en sus respuestas, María Magdalena da cuenta de
las tinieblas en las que se encuentra; según lo que dice a los ángeles, piensa
que “se han llevado (el cuerpo) de su Señor”; al responder a Jesús, continúa
pensando que se han llevado el cuerpo, y como lo confunde con el jardinero,
cree que es él quien lo ha cambiado de sepultura, y es la razón por la cual le
responde a Jesús: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde los has puesto y yo
iré a buscarlo”. Sólo cuando Jesús le dice “María”, la Magdalena reconoce a
Jesús como a su Maestro, le responde “¡Rabboní!” y se postra en adoración ante
Él. Las tinieblas que envuelven a María Magdalena, las cuales le impedían
reconocer a Jesús resucitado, se disipan definitivamente en el instante mismo
en el que Jesús la llama por su nombre; en ese momento, junto con la voz de
Jesús, ingresa en María Magdalena la gracia santificante que ilumina su mente
con conocimiento sobrenatural, permitiéndole conocer lo que antes no podía
conocer, con la sola luz de su razón natural: que Jesús ha resucitado y está
vivo, con su Cuerpo radiante, glorioso, lleno de la vida, de la luz y de la
gloria de Dios. María Magdalena recibe esta gracia delante de Jesús resucitado,
porque Jesús la ilumina con su luz, pero debido a que Jesús es una luz que no
es una luz inerte, sino viva, que vive con la vida misma del Ser de Dios Trino,
Jesús da vida nueva a todo aquel que ilumina. La luz que emana de Jesús es luz
vivificante, que hace participar de su vida, la vida del Hombre-Dios, a aquel a
quien se le acerca. Por esta razón, quien se acerca a Jesús crucificado o a
Jesús en la Eucaristía -que es el mimo Jesús resucitado y glorioso del Domingo
de Resurrección-, y se deja iluminar por Él, recibe la misma gracia de María
Magdalena, una gracia que, además de permitir al alma conocer a Jesús como lo
conoce Dios –esto es, en cuanto Hombre-Dios y no en cuanto simple hombre-, al
mismo tiempo, enciende al corazón en ardientes deseos de amar a Jesús, con el
mismo amor con el cual lo ama Dios, es decir, con el Amor de Dios, el Espíritu
Santo.
“Mujer,
¿por qué lloras?”. Muchos, en la Iglesia, se comportan como María Magdalena
antes de su encuentro con Jesús resucitado: así como María Magdalena llora
porque piensa que Jesús no ha resucitado y que por lo tanto su Cuerpo es un
cadáver, que está tendido, inerte, sin vida, en la fría loza sepulcral, así
muchos piensan que Jesús en la Eucaristía es un ser inerte que, como no tiene
vida, ni ve, ni oye, y es así que, ante las tribulaciones y dificultades,
lloran desconsolados. Sin embargo, los cristianos no podemos decir -como la
María Magdalena de antes del encuentro con Jesús resucitado-, que “no sabemos
dónde está el Cuerpo de Jesús”, porque no solo sabemos que ha resucitado, sino
que sabemos que su Cuerpo glorioso, vivo, lleno de la luz, de la gloria y del
Amor de Dios, está de pie, vivo para siempre, porque ya no muere más, en el
Altar Eucarístico y en el Sagrario, para llamar por su nombre, como hizo con
María Magdalena, a todo aquel que se le acerca con un corazón contrito y
humillado.
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