martes, 7 de abril de 2015

Martes de la Octava de Pascua




(2015)

         “Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20, 11-18). Tanto los dos ángeles que se encuentran en el sepulcro, como Jesús, que se encuentra en el jardín, dirigen a María Magdalena la misma pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Pero en ninguno de los dos casos, María Magdalena se da cuenta que está hablando, primero con ángeles, y luego con Jesús resucitado. Además, en sus respuestas, María Magdalena da cuenta de las tinieblas en las que se encuentra; según lo que dice a los ángeles, piensa que “se han llevado (el cuerpo) de su Señor”; al responder a Jesús, continúa pensando que se han llevado el cuerpo, y como lo confunde con el jardinero, cree que es él quien lo ha cambiado de sepultura, y es la razón por la cual le responde a Jesús: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde los has puesto y yo iré a buscarlo”. Sólo cuando Jesús le dice “María”, la Magdalena reconoce a Jesús como a su Maestro, le responde “¡Rabboní!” y se postra en adoración ante Él. Las tinieblas que envuelven a María Magdalena, las cuales le impedían reconocer a Jesús resucitado, se disipan definitivamente en el instante mismo en el que Jesús la llama por su nombre; en ese momento, junto con la voz de Jesús, ingresa en María Magdalena la gracia santificante que ilumina su mente con conocimiento sobrenatural, permitiéndole conocer lo que antes no podía conocer, con la sola luz de su razón natural: que Jesús ha resucitado y está vivo, con su Cuerpo radiante, glorioso, lleno de la vida, de la luz y de la gloria de Dios. María Magdalena recibe esta gracia delante de Jesús resucitado, porque Jesús la ilumina con su luz, pero debido a que Jesús es una luz que no es una luz inerte, sino viva, que vive con la vida misma del Ser de Dios Trino, Jesús da vida nueva a todo aquel que ilumina. La luz que emana de Jesús es luz vivificante, que hace participar de su vida, la vida del Hombre-Dios, a aquel a quien se le acerca. Por esta razón, quien se acerca a Jesús crucificado o a Jesús en la Eucaristía -que es el mimo Jesús resucitado y glorioso del Domingo de Resurrección-, y se deja iluminar por Él, recibe la misma gracia de María Magdalena, una gracia que, además de permitir al alma conocer a Jesús como lo conoce Dios –esto es, en cuanto Hombre-Dios y no en cuanto simple hombre-, al mismo tiempo, enciende al corazón en ardientes deseos de amar a Jesús, con el mismo amor con el cual lo ama Dios, es decir, con el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

“Mujer, ¿por qué lloras?”. Muchos, en la Iglesia, se comportan como María Magdalena antes de su encuentro con Jesús resucitado: así como María Magdalena llora porque piensa que Jesús no ha resucitado y que por lo tanto su Cuerpo es un cadáver, que está tendido, inerte, sin vida, en la fría loza sepulcral, así muchos piensan que Jesús en la Eucaristía es un ser inerte que, como no tiene vida, ni ve, ni oye, y es así que, ante las tribulaciones y dificultades, lloran desconsolados. Sin embargo, los cristianos no podemos decir -como la María Magdalena de antes del encuentro con Jesús resucitado-, que “no sabemos dónde está el Cuerpo de Jesús”, porque no solo sabemos que ha resucitado, sino que sabemos que su Cuerpo glorioso, vivo, lleno de la luz, de la gloria y del Amor de Dios, está de pie, vivo para siempre, porque ya no muere más, en el Altar Eucarístico y en el Sagrario, para llamar por su nombre, como hizo con María Magdalena, a todo aquel que se le acerca con un corazón contrito y humillado.

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