jueves, 9 de abril de 2015

Jueves de la Octava de Pascua


Jesús resucitado se aparece a sus discípulos 
(Duccio di Buoninsegna)

(2015)
“Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo” (Lc 24, 35-48). Jesús resucitado se aparece a sus discípulos, en medio de ellos; les habla, les dice que lo toquen, que lo vean, les pide algo para comer; en definitiva, se muestra con su Cuerpo glorioso y resucitado. La aparición de Jesús, en medio del Cenáculo, tiene como finalidad probar la realidad de la Resurrección: Jesús resucitó realmente con su Cuerpo real, así como murió realmente con su Cuerpo real; así como su Cuerpo murió realmente en la cruz, porque quedó privado realmente de vida, así realmente quedó pleno de la gloria, de la vida y del Amor divinos en la Resurrección.
Es importante mantener firmes la fe tanto en la realidad de la muerte en cruz, como en la de la resurrección, porque ambas realidades se continúan y prolongan en el misterio eucarístico de la Santa Misa: la Santa Misa es, por un lado, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la cruz, sacrificio por el cual Jesús entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el Cáliz, y por eso la Misa es una prolongación del Viernes Santo, del Sacrificio en Cruz del Viernes Santo; pero al mismo tiempo, lo que consumimos en la Hostia consagrada, no es el Cuerpo muerto de Jesús en la Cruz el Viernes Santo, sino el Cuerpo vivo y glorificado de Jesús, lleno de la luz, de la gloria, de la vida y del Amor divinos, el mismo Cuerpo resucitado del Domingo de Resurrección, de manera tal que la Santa Misa es también una continuación y prolongación del Domingo de Resurrección.
“Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo”. Jesús resucitado se aparece en medio de los discípulos; a nosotros, se nos aparece también, en medio de la asamblea eucarística, por el poder del Espíritu Santo, que por la transubstanciación, convierte el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Al asistir a la Santa Misa, entonces, asistimos a un misterio sobrenatural que sobrepasa con mucho a la aparición de Jesús resucitado a sus discípulos, porque a nosotros no nos pide de comer, como a los discípulos en el cenáculo, sino que nos da de comer su Cuerpo sacramentado; a nosotros no se nos aparece en medio de una habitación, sino en medio de la Santa Misa, en el Altar Eucarístico, por el poder del Espíritu Santo, que convierte las materias inertes del pan y del vino en su Cuerpo resucitado; a nosotros no nos pide que toquemos su Cuerpo, sino que nos da de comer su Cuerpo sacramentado y con su Cuerpo sacramentado, nos da su Amor misericordioso.

Los discípulos, ante su Presencia personal, de resucitado, reaccionan con tanta “alegría y admiración”, que “no lo pueden creer”: “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer”. ¿Cómo reaccionamos nosotros a su Presencia Eucarística? ¿Con la misma admiración y alegría? ¿Damos alegre testimonio, aun en medio de las tribulaciones de la vida, de su Presencia Eucarística? ¿O reaccionamos ante esta Presencia, por el contrario, con indiferencia y apatía?

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