“Pidan
y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le
abrirá” (Mc 7, 7-12). Jesús nos anima
a pedir a Dios, confiando en su bondad divina: “Pidan y se les dará; busquen y
encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que
busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”. Más adelante, insiste todavía
en la bondad de Dios, animándonos aún más a pedir: “Si ustedes, que son malos,
saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas
buenas a aquellos que se las pidan!”.
Ahora
bien, es un hecho que “no sabemos pedir como conviene” (cfr. Rom 8, 26). Y no sabemos pedir
porque cuando lo hacemos pedimos cosas del mundo –pedimos salud, trabajo,
dinero, pasarla bien, que desaparezcan las tribulaciones-, lo cual significa
pedir en contra de Dios y de nuestra salvación: “Piden y no reciben, porque
piden con malos propósitos, para gastarlo en vuestros placeres” (Sant 4, 3). Si deseamos cosas del
mundo, estamos pidiendo con “malos propósitos” y nos convertimos, según
Santiago, en “almas adúlteras”, porque nos convertimos en amigos del mundo y en
enemigos de Dios, ya que el que se hace amigo del mundo inmediatamente se
vuelve enemigo de Dios: “¡Oh almas adúlteras!
¿No saben que la amistad del mundo es enemistad hacia Dios? Por tanto, el que
quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Sant 4, 4). Según lo que hemos visto hasta
aquí, lo que tenemos es, por un lado, la promesa de Jesús de que lo que pidamos
nos será dado, porque “Dios es Amor” (1
Jn 4, 8) y bondad infinita y porque así nos lo prometió Jesús; por otro
lado, tenemos nuestra ignorancia acerca de lo que debemos pedir para nuestra
salvación.
¿Qué
debemos entonces pedir? Debemos pedir tesoros, pero no terrenos, sino
celestiales; debemos pedir la gracia de la conversión y de la salvación eterna,
para nosotros, para nuestros seres queridos, para todo el mundo; debemos pedir
participar de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo “en cuerpo y alma”[1];
debemos pedir amar a Jesús Dios por lo que Es, Dios de infinita bondad y
misericordia, y no por lo que da; debemos pedir la gracia de morir, antes de
cometer un pecado mortal o venial deliberado; debemos pedir que la Divina
Misericordia descienda sobre los moribundos de este día, para que ninguno se
condene y todos se salven; debemos pedir la gracia de amar a Jesús como lo ama
la Virgen, con su mismo amor y con su mismo Inmaculado Corazón.
Son
estos tesoros celestiales los que debemos pedir, pero hay algo más, y es lo que Dios quiere
para nosotros; qué cosa sea esto, nos lo dice el Apóstol Santiago: “¿O piensan
que la Escritura dice en vano: Él celosamente anhela el Espíritu que ha hecho
morar en nosotros?” (Sant 4, 2-3). El
Apóstol Santiago nos dice que Dios “anhela para nosotros el Espíritu (Santo)”: aquí
está entonces lo que debemos pedir, según la Voluntad de Dios y no según la
nuestra: debemos pedir el Espíritu Santo. También nos lo dice Jesús, en el
Evangelio paralelo a este pasaje: “Mi Padre dará el Espíritu Santo al que se lo
pida” (Lc 11, 13).
“Pidan
y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le
abrirá”. A través de la oración –que es la que consigue los bienes que nos
permiten responder a los deseos de Dios-, debemos –parafraseando a Jesús- “llamar”
a las puertas del sagrario, debemos “buscar” en el Sagrado Corazón Eucarístico
de Jesús, debemos “pedir” a Jesús Eucaristía el Espíritu Santo, que viene a nosotros
en la Sangre del Corazón traspasado de Jesús y vertida en el cáliz eucarístico.
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