(Domingo
V - TO - Ciclo C – 2016)
“Navega mar adentro y echa las redes” (Lc 5, 1-11). En este Evangelio llamado “de la primera pesca
milagrosa”, hay en realidad dos pescas: una primera, hecha por Pedro y sus
discípulos, sin Cristo, de noche, en la que no logran pescar nada; una segunda,
milagrosa, de día, con Cristo, en la que pescan con abundancia. Jesús realiza
por lo tanto un gran milagro, que es el de atraer los peces a la red. La escena
evangélica, sucedida realmente, tiene además un significado espiritual y
sobrenatural; para poder aprehenderlo, hay que considerar que cada elemento
terreno, real, remite a una realidad sobrenatural. Así, por ejemplo: la barca
de Pedro, a la que sube Cristo, es la Iglesia Católica, conducida por el
Vicario de Cristo, el Papa, bajo las órdenes de su Cabeza, el Hombre-Dios
Jesucristo; el mar, es el mundo y la historia humana; la noche significan las
tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia, además de las tinieblas
vivientes, los demonios, que acechan a la Iglesia y la perturban en su tarea de
salvar almas; el día –la hora de la mañana en la que se lleva a cabo la pesca
milagrosa-, caracterizado por la iluminación con la luz del sol, significa la
Iglesia iluminada por la luz de la resurrección de Cristo, el Sol de justicia
que ilumina el mundo con su luz eterna desde el Domingo de Resurrección y
significa por lo tanto el triunfo de Cristo, muerto en cruz y resucitado, sobre
los enemigos mortales de la humanidad, las tinieblas que son el demonio, la
muerte y el pecado; los peces en el mar, son los hombres a los que no se ha
predicado el Evangelio; la red echada en el mar, con la cual se atrapan los
peces, es el Evangelio de Jesucristo predicado por el Magisterio eclesiástico,
con el cual la Iglesia salva las almas de los hombres; como toda pesca, y
aunque no aparezca en este episodio, los pescadores separan a los peces buenos
de aquellos que están muertos: los pescadores son los ángeles de Dios, que en
el Día del Juicio Final, y bajo las órdenes del Sumo y Eterno Juez Jesucristo,
separarán a los hombres buenos, aquellos en quienes la Palabra de Dios dio
fruto en un treinta, sesenta y ciento por uno, de los peces malos, es decir,
aquellos hombres muertos a la gracia y destinados a la condenación, por no
haber creído en Jesucristo; la pesca infructuosa, realizada de noche, sin
Jesucristo en la barca, significan los esfuerzos apostólicos de la Iglesia que
no están precedidos por la oración y que por lo tanto no cuentan con el favor
de Dios, pero también significa una Iglesia sin Cristo; la pesca milagrosa,
realizada en una hora y en un lugar no aconsejados para la pesca, pero que a
pesar de eso consigue abundancia de peces y realizada con Cristo en la Barca de
Pedro, es la Iglesia que, junto al Vicario de Cristo sigue sus mandatos, y significa
que los esfuerzos apostólicos, misioneros y evangelizadores de la Iglesia, aunque
realizados en condiciones humanamente imposibles, obtienen sin embargo la
conversión de numerosas almas, porque el que convierte los corazones con su
gracia, es Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
Hay dos pescas en el Evangelio, entonces: una infructuosa,
de noche, sin la guía de Jesucristo, que no logra pescar nada, a pesar de
hacerlo en la hora adecuada –la noche- y en el lugar adecuado; la pesca
milagrosa, se realiza bajo las órdenes de Cristo, y obtiene numerosísimos
peces, indicando así que no somos nosotros quienes atraemos a las almas, sino
Jesús, aunque el hecho de que Jesús atraiga las almas por medio del trabajo de
Pedro y los demás Apóstoles, indica que Él quiere atraer a las almas mediante
nuestro trabajo apostólico en su Iglesia.
El Evangelio de las dos pescas –la infructuosa, sin Cristo,
y la milagrosa y abundante, con Cristo-, nos enseña que, tanto en la vida
personal, como en la vida de la Iglesia, “nada podemos sin Cristo”, Presente en
la Eucaristía: “Sin Mí, nada podéis hacer” (Jn
15, 5).
Ahora bien, hay otro elemento para considerar, y es que
cuando Pedro se da cuenta de que Cristo acaba de hacer un gran milagro y que
por lo tanto es Dios Encarnado, se postra ante Jesús y le dice: “Apártate de
mí, Señor, que soy un pecador”. Nosotros, reconociendo también en Jesucristo su
condición de Hombre-Dios, también nos postramos ante Él, pero no le pedimos que
se aparte de nosotros, sino que se quede con nosotros, porque somos pecadores y
queremos ser convertidos por su gracia. Es por eso que le decimos: “Señor
Jesús, no te apartes de mí, porque soy pecador. Quédate conmigo, quédate en mí,
yo soy uno de los peces atrapados por la red de tu Palabra de Vida eterna. Quédate
conmigo, entra en mi corazón por la Eucaristía y santifica mi alma con tu
gracia, conviérteme en Ti, en una imagen viviente tuya. Jesús Eucaristía, no te
apartes de mí, que soy un pecador. Quédate conmigo, y no te apartes nunca de mí”.
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