martes, 22 de octubre de 2019

“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”



“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!” (Lc 12, 49-53). Si se la considera superficialmente, se diría que los seguidores de Jesús deberían salir a prender fuego a las cosas, como signo de que son discípulos suyos, porque Jesús lo dice literalmente: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”. Sin embargo, el fuego que ha venido a traer Jesús y con el cual quiere incendiar el mundo, no es el fuego material y terreno que todos conocemos, sino un Fuego Desconocido, el Fuego del Amor de Dios, el Espíritu Santo. Éste es el fuego que ha venido a traer Jesús, el Amor de Dios, espirado por el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, que desciende sobre Pentecostés sobre la Iglesia y en cada alma luego de la comunión eucarística como lenguas de fuego. Jesús ha venido a traer un fuego celestial, sobrenatural, que incendia los espíritus y no la materia y que no consume, a diferencia del fuego terrenal y que no sólo no provoca dolor, como este fuego terreno, sino que provoca gozo y alegría en el Espíritu Santo. Jesús ha venido a traer este fuego y este fuego, que Él sopló junto al Padre desde el cielo en Pentecostés, es soplado también por Jesús y el Padre luego de cada comunión eucarística. Por esta razón, debemos pedir que nuestras almas y nuestros corazones sean como la madera seca o como el pasto seco, que al menor contacto con el fuego, se encienden y se convierten en antorchas ardientes, para que, al contacto con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que arde en el Fuego del Divino Amor, nuestras almas y nuestros corazones se enciendan en el fuego de este Divino Amor y ardan y resplandezcan ante el mundo con el Fuego Divino que Cristo ha venido a traer.

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