“El
Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para
su hijo” (Mt 22, 1-14). Para comprender
la parábola, hay que reemplazar sus elementos naturales por elementos
sobrenaturales. Así, el rey es Dios Padre; el banquete de bodas para su hijo es
la Santa Misa, en donde se sirve un manjar celestial: Carne del Cordero de
Dios, Pan de Vida eterna y Vino de la Alianza Nueva y Eterna; las bodas que se
celebran son la unión, en la Persona divina del Hijo de Dios, de la naturaleza
divina con la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; los invitados son el
Pueblo Elegido, que rechaza al Mesías y lo crucifica; los nuevos invitados son
los bautizados en la Iglesia Católica, que por el Bautismo sacramental
conforman el Nuevo Pueblo Elegido; por último, hay un detalle que no puede
pasar inadvertido y es el invitado que no lleva traje de fiesta: es un
bautizado que murió sin la gracia santificante, es decir, en pecado mortal y
por ese motivo no lleva el hábito celestial con el que serán revestidos los
hijos de Dios en el Reino de los cielos, la gracia santificante, que en la otra
vida es gloria divina: puesto que no tiene la gracia, no puede ingresar en el
Reino de los cielos y es condenado, porque el rey –que es Dios Padre- les dice que
“lo arrojen a las tinieblas, en donde será el llanto y el rechinar de dientes”
y ese lugar de tinieblas y de dolor no es otro que el Infierno, el Reino de las
tinieblas.
“El
Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para
su hijo”. Al recibir el Bautismo, somos invitados a ser partícipes del Reino de
los cielos, pero nadie entrará al Reino de Dios por la fuerza; quienes rechacen
su gracia santificante, otorgada por los Sacramentos y muere en ese estado,
inevitablemente será arrojado al Reino de las tinieblas, el Infierno.
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