“Sé
quién eres: el Santo de Dios” (Lc 4,
31-37). En este Evangelio se nos revelan por lo menos dos verdades de fe: por
un lado, se da la revelación –implícita, pero revelación al fin- de la
existencia del Infierno y además de que el Infierno no está vacío, pues al
menos hay un cierto tipo de habitantes, los demonios que poseen los cuerpos de
los seres humanos, aunque luego la Iglesia enseñará que, además de demonios, en
el Infierno se encuentran también seres humanos condenados; por otro lado, se revela
la condición de Jesús como Dios Hijo encarnado y esto por una doble vía: porque
sólo Dios, con el poder de su voz, puede exorcizar, esto es, arrojar, del
cuerpo de un poseso, a un espíritu inmundo y es esto lo que hace Jesús y la
otra vía por la que se revela la divinidad de Jesús es por la confesión del
demonio antes de ser expulsado por Jesús: “Sé quién eres: el Santo de Dios”.
Cuando el demonio le dice a Jesús que es el “Santo de Dios”, no se refiere a
Jesús como un hombre santo, como podría serlo un profeta, por ejemplo, sino
como Dios Hijo en Persona, porque el demonio, que conoce a Dios y a su voz, por
haber sido creado como ángel por parte de Dios, reconoce en la voz humana de
Jesús de Nazareth a la Palabra Eterna de Dios, el Hijo de Dios, que es quien, junto al Padre y al Espíritu Santo, lo
creó y luego de la rebelión lo juzgó y lo condenó al Infierno eterno.
“Sé
quién eres: el Santo de Dios”. Existencia del Infierno, existencia de ángeles
caídos y de condenados; poder exorcista de Jesús, derivado de su condición de
Dios Hijo encarnado, son las dos verdades de fe reveladas en este Evangelio. Si
alguien niega estas dos verdades –que el Infierno existe, que está ocupado y
que Cristo es Dios-, las niega al costo de contradecir al mismo Jesucristo, que
es Quien nos ha revelado estas verdades. Y contradecir al Hombre-Dios
Jesucristo, además de pecado de apostasía, demuestra una temeridad, un orgullo,
una soberbia, verdaderamente demoníacos.
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