(Domingo
III - TA - Ciclo C – 2021)
“El Mesías los bautizará con Espíritu Santo (…) tiene en su
mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una
hoguera que no se apaga” (Lc 3,
10-18).En el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia interrumpe, por así
decirlo, una de las características esenciales del Adviento, la penitencia,
para dar lugar a la alegría. De hecho, tanto en el Profeta Isaías, en la
primera lectura, como el Salmista y el Apóstol en la segunda lectura, llaman a
Israel y al Pueblo de Dios a la alegría, al “estar alegres”, a “aclamar a Dios
con alegría”. ¿Cuál es la razón de esta alegría y de qué alegría se trata? Ante
todo, no se trata de una alegría de origen terrenal o humano y la clave para
entender la alegría de la Iglesia en este momento del Adviento, está en la
descripción que el Bautista hace del Mesías, al señalar la diferencia que hay
entre él y el Mesías, para que sus seguidores no se confundan y piensen que él,
el Bautista, es el Mesías. La diferencia es que mientras Juan el Bautista
bautiza con agua y predica una conversión moral –cambio de conducta, de mala
persona a buena persona-, el Mesías bautizará “con Espíritu Santo y fuego” y
esto último es algo que solo Dios puede hacer, por lo que el Bautista está
señalando que el Mesías no es un mero hombre, sino que es Dios, porque sólo
Dios puede bautizar “con Espíritu Santo y fuego”. Además de esto, de forma
implícita, el Bautista describe la omnipotencia del Mesías: en cuanto Dios,
tiene poder para salvar a los que creen en Él –“reunir su trigo en el granero”-
y tiene el poder para arrojar en el Infierno a los que rechazan su gracia y
salvación –“quemar la paja en una hoguera que no se apaga”-. Entonces, el
Mesías será un Hombre-Dios y no un hombre simplemente.
Esta distinción entre el bautismo del Bautista y el bautismo
de Jesús es sumamente importante: el primero, bautiza solamente con agua y
predica una conversión meramente moral, sin hacer partícipe al alma de la
divinidad de la Santísima Trinidad; el segundo, el bautismo de Jesús, es un
bautismo con “Espíritu Santo y fuego” que quema la impureza del pecado y hace
partícipe al alma de la divinidad de la Santísima Trinidad. Esto último sólo es
posible porque Cristo es Dios y es la causa de la alegría de la Iglesia para
Navidad, porque el Mesías que nace como Niño en Belén, no es un niño más entre
tantos, sino Dios Hijo en Persona. El hecho de que el Niño de Belén, Cristo, sea
Dios, es la causa de la alegría sobrenatural que invade a la Iglesia en
Navidad. Esto explica también que la alegría de la Iglesia en Navidad no sea
una alegría mundana, humana, terrenal, sino una alegría sobrenatural,
celestial, divina, porque la alegría con la que se alegra la Iglesia es la
alegría que le comunica el Niño de Belén, que es la Alegría Increada en sí
misma. Como dice Santa Teresa de los Andes, “Dios es Alegría infinita” y Santo
Tomás, “Dios es Alegría Eterna” y es esta alegría la que el Niño de Belén
comunica a la Iglesia. Pero además de la alegría, sobre la Iglesia, en Navidad,
resplandece el fulgor de la luz divina, precisamente porque Cristo es Dios y en
cuanto Dios, es Luz Eterna; es por esto mismo que, en Navidad, la Iglesia no
solo se alegra con el Nacimiento de Cristo Dios en Belén, sino que en Navidad resplandece,
para la Iglesia, el fulgor esplendoroso de la gloria de Dios y también amanece
para ella el resplandor de la alegría divina. Así dice a la Iglesia el Profeta
Isaías: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! La gloria del Señor
brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se
cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia resplandece con
la luz de la gloria divina, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria
Increada de Dios Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer
a la Iglesia con el esplendor de la Trinidad.
Parafraseando
al Profeta Isaías, nosotros, los hijos de la Iglesia, contemplando el
Nacimiento del Niño Dios, le decimos: “¡Levántate, resplandece, Esposa del
Cordero! ¡Revístete de gloria, porque ha nacido Aquel que es la Majestad
Increada, el Esplendor de la gloria del Padre! ¡Levántate, Jerusalén y
alégrate, porque el Mesías te librará de todos tus enemigos y te colmará de su
paz y de su alegría!”. En el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia Católica
vive, con anticipación, la alegría celestial que desde la gruta de Belén la
inundará para Navidad.
Entonces,
en Navidad, la Iglesia Católica se alegra con el Nacimiento del Niño Dios porque
Él es la Alegría Increada y sobre ella resplandece la luz divina porque el Niño
de Belén es la Luz Increada, es la luz de Dios, Luz que es una Luz Viva, que santifica
al alma, porque le comunica la Vida divina de la Trinidad. La Iglesia Católica
se alegra porque brilla sobre ella una luz que ilumina con la luz divina y la
luz divina es una luz viva, que comunica de la vida divina trinitaria a quien
ilumina. Ésta es la razón de nuestra alegría como católicos en Navidad: porque
ha nacido en Belén el Hijo de Dios encarnado, que es la Luz Eterna y la Alegría
Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz y de su Alegría en cada
Comunión Eucarística.
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