sábado, 4 de diciembre de 2021

“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”

 


“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre” (cfr. Mt 11, 16-19). Al ver a un grupo de jóvenes en la plaza, Jesús hace referencia implícita a su absoluto desinterés por la religión: si el Bautista los llama al ayuno y a la penitencia, se niegan; si Jesús va a casa de algunos fariseos y publicanos para comer con ellos, dicen que es un glotón y un borracho. En otras palabras, nada les viene bien, cuando de religión se trata: ni el ayuno y la penitencia, por un lado, ni el comer y beber sanamente, por otro. Lo único que les interesa es estar en la plaza y pasar el momento, sin preocuparse ni por la vida moral, ni mucho menos por la relación con Dios Uno y Trino. Por eso es que dice Jesús, en relación a estos jóvenes, en los que engloba a toda la generación y en realidad a toda la humanidad: “No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”. Podemos decir que esta frase se aplica a toda la humanidad, porque en realidad el hombre, herido por el pecado original, se interesa sólo por lo inmediato, por el presente y no precisamente por lo presente bueno, sino por todo aquello que lo lleva a inclinarse a la concupiscencia: le atrae todo lo que es oscuro, desviado, malo, perverso, contrario a la Ley de Dios. Esto tiene una explicación espiritual y es que es más fácil, por así decir, para el hombre, inclinarse al mal, al cual ya está de por sí inclinado como consecuencia del pecado original, que luchar contra esta tendencia al mal para obrar según la voluntad de Dios, ya que esto implica ir contra sí mismo e ir contra sus malas inclinaciones. Por otra parte, esta herida del pecado original hace que el hombre esté mucho más dispuesto a obrar el mal que a obrar el bien; que esté más dispuesto a la inmediatez del placer pecaminoso terreno, que al deseo de la santidad que lo conduce a la vida eterna.

“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”. Tanto el ayuno como la penitencia, así como el beber y comer con moderación y sanamente, en su justa medida, dispone al alma para recibir la gracia santificante. El no querer hacer ni una ni otra cosa, solo demuestra que esa alma está dominada por la concupiscencia. Es también el argumento perfecto de quien no quiere saber nada con Dios: se quejan si la Iglesia pide ayuno; se quejan si la Iglesia permite cierta libertad con relación a algunas fiestas litúrgicas: la razón de fondo es que, el hombre de hoy, como así los jóvenes contemporáneos a Jesús de los que relata el Evangelio, no quieren convertir sus almas a Dios Uno y Trino y a su Mesías, Jesús, el Hijo de Dios encarnado.

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