“No
escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre” (cfr. Mt 11, 16-19). Al ver a un grupo de jóvenes en la plaza, Jesús hace
referencia implícita a su absoluto desinterés por la religión: si el Bautista
los llama al ayuno y a la penitencia, se niegan; si Jesús va a casa de algunos
fariseos y publicanos para comer con ellos, dicen que es un glotón y un
borracho. En otras palabras, nada les viene bien, cuando de religión se trata:
ni el ayuno y la penitencia, por un lado, ni el comer y beber sanamente, por
otro. Lo único que les interesa es estar en la plaza y pasar el momento, sin
preocuparse ni por la vida moral, ni mucho menos por la relación con Dios Uno y
Trino. Por eso es que dice Jesús, en relación a estos jóvenes, en los que
engloba a toda la generación y en realidad a toda la humanidad: “No escuchan ni
a Juan ni al Hijo del hombre”. Podemos decir que esta frase se aplica a toda la
humanidad, porque en realidad el hombre, herido por el pecado original, se
interesa sólo por lo inmediato, por el presente y no precisamente por lo
presente bueno, sino por todo aquello que lo lleva a inclinarse a la
concupiscencia: le atrae todo lo que es oscuro, desviado, malo, perverso,
contrario a la Ley de Dios. Esto tiene una explicación espiritual y es que es
más fácil, por así decir, para el hombre, inclinarse al mal, al cual ya está de
por sí inclinado como consecuencia del pecado original, que luchar contra esta
tendencia al mal para obrar según la voluntad de Dios, ya que esto implica ir
contra sí mismo e ir contra sus malas inclinaciones. Por otra parte, esta
herida del pecado original hace que el hombre esté mucho más dispuesto a obrar
el mal que a obrar el bien; que esté más dispuesto a la inmediatez del placer
pecaminoso terreno, que al deseo de la santidad que lo conduce a la vida
eterna.
“No
escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”. Tanto el ayuno como la penitencia,
así como el beber y comer con moderación y sanamente, en su justa medida,
dispone al alma para recibir la gracia santificante. El no querer hacer ni una
ni otra cosa, solo demuestra que esa alma está dominada por la concupiscencia. Es
también el argumento perfecto de quien no quiere saber nada con Dios: se quejan
si la Iglesia pide ayuno; se quejan si la Iglesia permite cierta libertad con
relación a algunas fiestas litúrgicas: la razón de fondo es que, el hombre de
hoy, como así los jóvenes contemporáneos a Jesús de los que relata el Evangelio,
no quieren convertir sus almas a Dios Uno y Trino y a su Mesías, Jesús, el Hijo
de Dios encarnado.
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