(Ciclo
C - 2021 – 2022)
Cuando se contempla la escena del Nacimiento del Niño de
Belén, es necesario contemplar a esta escena con la luz de la fe y no con la
oscuridad de la razón humana. Si se contempla al Nacimiento de Belén sólo con
la luz de la razón humana, se pierden por completo la realidad y el significado
del Nacimiento, porque sólo se ve a un matrimonio típico de Palestina, del año
cero de nuestra era, que acaba de traer al mundo a su primer hijo. Si vemos la
escena del Nacimiento de Belén prescindiendo de la fe sobrenatural católica y
haciendo solamente uso de la razón humana, vemos a una joven madre hebrea,
primeriza, que sostiene entre sus brazos a su hijo, el primero, el unigénito;
vemos al padre de este niño, que luego de esforzarse por acondicionar la cueva,
que era un refugio de animales, y de encender fuego para atenuar un poco el
frío de la noche, contempla con amor a su hijo; vemos a un niño, de raza
hebrea, recién nacido, que tiembla de frío y llora porque tiene hambre y sed,
además de que siente la necesidad, como todo niño recién nacido, de recibir el
amor de su madre, además del alimento y el calor que ésta le brinda. Esto es lo
que podemos ver, si vemos al Pesebre de Belén sólo con los ojos del cuerpo,
sólo con la razón humana, sin la luz de la fe. Ahora bien, si dejamos de lado
la fe católica, dejamos de lado el contenido esencial, que es sobrenatural, del
Pesebre de Belén y caemos en lo que se llama “racionalismo”, que es una
gravísima desviación de la fe católica. El racionalismo vacía de contenido
sobrenatural todos los misterios de la fe católica, dejando a la fe vacía,
hueca, sin contenido divino y por lo tanto sin trascendencia sobrenatural. El
racionalismo nos hace ver al Pesebre de Belén como si solo se tratara del
retrato de un nacimiento del hijo primogénito de un matrimonio hebreo del año
cero de nuestra era. Pero no es esto el Nacimiento y por eso, para desentrañar
su realidad y su significado único, primigenio y sobrenatural, es necesario
pedir, con humildad, la luz de la fe católica, para poder contemplar en su
plenitud el misterio del Pesebre de Belén.
Cuando acudimos a la luz de la fe católica, todo el
Nacimiento de Belén adquiere un nuevo y celestial significado. Así, con la luz
de la fe católica, la joven madre que dio a luz, no es una simple habitante de
Palestina, sino que es la Virgen y Madre de Dios, la Inmaculada Concepción, la
Llena de gracia, que concibió en su seno virginal al Verbo Eterno del Padre
hecho carne, por obra del Espíritu Santo, sino concurso alguno de varón; con la
luz de la fe católica, el padre del niño, no es un carpintero de Palestina que
tuvo su primer hijo biológico, sino que es San José, el Padre adoptivo del Niño
Dios, elegido por Dios Padre para que ejerciera en la tierra su rol de padre
adoptivo del Hijo Eterno del Padre, encarnado en el seno de la Virgen Madre,
continuando en la tierra y en el tiempo, de forma participada y al modo humano,
la paternidad que el Padre del cielo, Dios Padre, ejerce sobre el Hijo de Dios,
desde la eternidad, en el cielo; con la luz de la fe católica, el niño hebreo
recién nacido no es un niño más entre tantos, que debido a que no había lugar
en las posadas tuvo que nacer accidentalmente en un refugio de animales y que
como todo niño, está desprotegido, indefenso, necesitado de alimento, de calor
y sobre todo del amor de sus padres: el Niño que nace milagrosamente en Belén
no es un niño más, porque es el Hijo Eterno del Padre, engendrado desde la
eternidad, que luego de encarnarse en el seno virgen de la Madre de Dios por
obra del Espíritu Santo, nació milagrosamente –como el rayo de sol atraviesa el
cristal, sin hacerle daño, según los Padres de la Iglesia- y que en la
Nochebuena ingresa en nuestro mundo, en la historia y en el tiempo de la
humanidad, proveniente desde la eternidad, para así dar inicio al plan de
salvación de los hombres, plan ideado por la Santísima Trinidad desde toda la
eternidad y que implica la derrota definitiva de la tríada satánica, el Ángel
caído, la Bestia como cordero y el Dragón rojo, además de la destrucción del
pecado y de la muerte, por medio de su sacrificio en cruz, que el Niño de Belén
llevará a cabo en el Calvario cuando sea mayor, cuando llegue la plenitud de
los tiempos y todo sea cumplido.
No da lo mismo ver el Pesebre con los ojos de la razón
humana, que contemplarlo con la luz de la fe católica: con la sola razón
humana, caemos en el racionalismo y convertimos a la Navidad cristiana en una
navidad pagana; con la luz de la fe católica, contemplamos, con asombro, con
fe, con piedad y con amor, el Nacimiento del Niño Dios, nuestro Salvador,
nuestro Redentor. Y puesto que es el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de
ser Dios, es que adoramos al Niño de Belén.
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