(Domingo
VII - TO - Ciclo C – 2022)
“Amen a sus enemigos” (Lc 6, 27-38). El mandato de
Jesús de amar al enemigo es una prueba de que el amor en el que se funda la
religión que Él crea, la religión católica, es de origen divino y no humano. Es
verdad que, entre los humanos, al menos entre aquellos que más humanidad poseen,
hay acciones concretas de sensibilidad y de trato justo hacia el enemigo, sobre
todo al enemigo vencido, como por ejemplo, curar sus heridas, proporcionarle
agua, alimentos, un lugar para reposar, etc. Es decir, entre los hombres,
incluso entre aquellos hombres que se encuentran en guerra, existe un mínimo de
sentido de humanidad que, en virtud de esta misma humanidad, proporcionan a sus
enemigos un trato llamado precisamente “humanitario”, porque concede a su
enemigo los auxilios mínimos necesarios que el enemigo vencido necesita.
Ahora bien, el mandato de Jesús no se refiere a estas
acciones humanitarias, puesto que es algo que supera infinitamente a una mera
obra de humanidad, desde el momento en que el Amor con el cual Jesús pide “amar
al enemigo”, no surge del corazón humano sino, podemos decir así, del mismo
Corazón de Dios Trinidad. El Amor con el que se debe cumplir el mandato de
Jesús de amar al enemigo no surge de nuestra humanidad, de nuestros corazones
humanos, sino que proviene del mismo Dios Uno y Trino, porque es el Amor que es
la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. En otras palabras, el
cristiano debe amar a su prójimo con el mismo Amor trinitario, con el mismo
Amor con el cual el Padre ama al Hijo desde la eternidad y el Hijo al Padre, también
desde la eternidad y ese Amor se llama “Espíritu Santo”.
El amor a los enemigos se aplica plenamente al prójimo que,
por algún motivo circunstancial, se considera como “enemigo personal”; por
ejemplo, es nuestro enemigo quien nos calumnia, quien nos difama, quien nos
insulta, maldice, persigue, hace el mal de cualquier forma, nos desea el mal, etc.
A todos estos prójimos, considerados enemigos, el cristiano no debe responder
jamás con el mal, sino devolviendo bien por mal; no debe jamás dejar crecer en
sí mismo el sentimiento de enojo, rencor, venganza y mucho menos odio: el
cristiano debe recordar y llevar siempre grabada a fuego, en su mente y en su
corazón, la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual Él nos
perdonó a nosotros, que éramos sus enemigos a causa del pecado, al precio de su
Preciosísima Sangre derramada en la cruz y, teniendo en la mente y en el
corazón el Santo Sacrificio de Nuestro Señor, que pidió perdón al Padre por
nosotros –“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”-, así el cristiano
debe imitar a Jesucristo y, en nombre de Cristo, jamás en nombre propio, perdonar
al prójimo que es su enemigo y lo ofende de alguna manera. Sólo así el
cristiano cumplirá el mandato de Jesús de perdonar al enemigo, porque no solo
imitará a Jesús que nos perdonó desde la cruz, sino que participará de su
propio perdón, que es el perdón del Padre a la humanidad. El cristiano que no
perdona, no solo no es buen cristiano, sino que puede decirse que es un
soberbio y un orgulloso y que con su pecado de rencor y venganza, de soberbia y
orgullo, se hace partícipe del pecado de Satanás en el cielo, cuyo pecado
capital, que le valió la expulsión del cielo, fue la soberbia y el orgullo.
Ahora bien, hay que aclarar el hecho de que como cristianos
debamos amar al enemigo, no significa que debamos permitir, a nuestros
enemigos, en nombre del amor cristiano, que el enemigo profane el nombre de Dios
o que agreda a la Patria o a la Familia: en estos casos, el mandato del amor al
enemigo se mantiene, pero de modo personal, es decir, al enemigo considerado
como prójimo y como ser humano, pero el mandato no exime, al cristiano, al
católico, de defender el honor de Dios cuando es mancillado, o de defender a la
Patria y a la Familia cuando estas son atacadas.
“Amen a sus enemigos”. Si queremos cumplir el mandato de
Cristo, de amar al enemigo, al prójimo que nos ha injuriado, insultado,
agredido, difamado, no podemos nunca encontrar ese amor en nosotros mismos, porque
no lo vamos a encontrar. Para poder cumplir el mandato de Jesús y amar a
nuestros enemigos como Cristo nos amó, hasta la muerte de cruz, es necesario ir
a buscar ese Amor, el Amor del Espíritu Santo, que se encuentra en el Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús.
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