“Como
el Padre me ama, así los amo Yo. Permanezcan en mi Amor” (Jn 15, 9-17). Antes de sufrir su Pasión y Muerte en cruz, Jesús se
despide de sus discípulos en la Última Cena y les da una recomendación, que surge
desde lo más profundo de su Sagrado Corazón: que permanezcan en el Amor con el
que Él los ha amado, que es el Amor, a su vez, con el que el Padre lo ama desde
la eternidad, el Espíritu Santo. Ahora bien, para que esto sea posible, es
decir, para que ellos permanezcan en su Amor, es necesario que los discípulos
lo demuestren con obras, porque la fe, sin obras, es una fe muerta; en este
caso, la obra que Jesús les pide que hagan, con la cual demostrarán el amor
hacia Él, es que cumplan los mandamientos de la Ley Divina, los Mandamientos de
Dios, sus Mandamientos: “Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi Amor”.
En otras palabras, cumplir la Ley de Dios, lejos de ser un rigorismo farisaico,
asegura al alma la permanencia en el Amor de Cristo, es decir, en su Sagrado
Corazón. Muchos integrantes de sectas anti-cristianas acusan a los católicos
que desean cumplir los Mandamientos de la Ley Divina de ser “rigoristas”, “duros
de corazón”, “fariseos”, cuando en realidad se trata de todo lo contrario,
porque quien desea cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios y pone todo su
empeño en esta tarea, obtiene de Dios el Amor Divino, el Espíritu Santo, que es
todo lo opuesto a la rigidez y dureza de corazón y al fariseísmo religioso. Por
otra parte, quien desea cumplir la Ley de Dios, debe amar a su prójimo,
incluido el enemigo, hasta la muerte de cruz, porque así es como nos ha amado
Jesús, hasta la muerte de cruz, y eso es lo más opuesto y lejano a la dureza de
corazón que pueda haber, de ahí que sea injusto y falso calificar al católico
practicante de la Ley de Dios de “fariseo” o “rígido” de corazón.
“Como el Padre me ama, así los amo Yo. Permanezcan en mi
Amor”. Si amamos a Jesús, cumpliremos, o mejor dicho, haremos todo el esfuerzo
de cumplir, los Mandamientos de la Ley de Dios: así demostraremos que amamos a
Jesús y Jesús, a cambio, nos dará en recompensa lo más preciado de su Sagrado
Corazón Eucarístico, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
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