“El Hijo del hombre es dueño
del sábado” (cfr. Mt 12, 1-8). Jesús
y sus discípulos dan un paseo sabático, y cometen dos acciones prohibidas según
las leyes farisaicas: arrancar espigas y trillar, considerado esto como el
frotarlas entre las manos[1].
Jesús zanja la cuestión
haciéndoles ver que la necesidad excusa de la ley positiva, citando el ejemplo
de David, a quien el sacerdote le permitió comer de los doce panes de la Proposición, cuando la
ley decía que sólo podían ser comidos los panes por los sacerdotes, por ser
sagrados, pero la necesidad de David prevaleció sobre la ley positiva, y la ley
fue sancionada por el sumo sacerdote.
Los fariseos plantean a
nuestro Señor una delicada cuestión litúrgica y legal, por medio de la cual
pretenden acusar a sus discípulos de haber quebrantado la ley: los discípulos
de Jesús, en día sábado, en el que hay numerosas prohibiciones legales, cometen
una doble infracción: quebrantan el ayuno comiendo trigo y lo hacen por medio
de una actividad manual –restregarlo entre las manos, equivalente a la trilla-,
prohibida.
Pero Jesús les hace ver que
una y otra norma pertenecen a los preceptos humanos y, puesto que se trata de
leyes humanas, pueden ser quebrantadas, y para ejemplificar cómo una ley humana
puede no observarse en caso de necesidad, da el ejemplo de David, que comió los
panes de la Proposición
en el templo.
Les reprocha por lo mismo
que ni siquiera han penetrado en el espíritu de la ley, ya que de haberlo
hecho, no habrían permitido que sus escrúpulos legales los privasen de un
juicio prudente y caritativo como el del sacerdote Ajimelec para con David (1 Sam 21, 1-6).
Por otra parte, además de
hacerlos quedar en evidencia en su falta justamente a ellos, que acusaban a sus
discípulos falsamente, les revela que hay algo “más grande” que el templo, que
es Él en Persona, y por eso dice que Él es dueño del sábado, porque siendo
Dios, es creador del sábado, y por eso puede dispensar de las leyes[2].
No termina aquí la réplica
de Jesús a los fariseos; la revelación de Jesús es un abismo insondable de
misterios, y cada palabra suya tiene un significado sobrenatural y miserioso: al
decir Jesús que “aquí –en Él- hay algo más que el templo”, se presenta a sí
mismo como santuario, en una sustitución ya anticipada en las profecías
mesiánicas[3],
mientras que la expresión “Señor del sábado”, no puede explicarse de manera
adecuada si no es por la divinidad de Cristo[4].
Jesús, como Hombre-Dios, es
el Nuevo Santuario en donde habita la plenitud de la divinidad; es la Persona del Hijo,
encarnada en una naturaleza humana, y como tal, es el Señor de la historia, no
sólo dueño del sábado, sino dueño del tiempo y
de la eternidad.
David comió los panes de la Proposición, los
discípulos de Jesús comieron las espigas en el día sábado; Jesús, Hombre-Dios, es
en la Eucaristía
Él mismo el Nuevo Pan de la
Proposición, el Pan del Levante, el Pan que brota del Sol
Naciente, el Sol de justicia, Dios en Persona; el cuerpo de Jesús, divinizado
por el contacto con la divinidad de la Persona del Hijo, es el trigo molido en el molino
de la cruz y tostado como Pan Vivo de Vida eterna en el fuego del Espíritu
Santo, y como Pan de Vida eterna se nos ofrece no en el sábado, sino en el
Domingo, su Día, el Día del Señor resucitado, el día-símbolo de la eternidad,
el Día que anticipa el Día sin ocaso, la Vida eterna.
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