“El Reino de los cielos es
como un tesoro escondido” (Mt 13,
44-45). Jesús compara al Reino de los cielos con un tesoro escondido en un
campo, que luego de ser encontrado por un hombre, es adquirido por este después
de vender todo lo que poseía.
En la parábola,
el campo es la Iglesia,
el tesoro es la gracia de los sacramentos, la venta de los bienes del hombre
para poseer el tesoro, esto es, la gracia, es la renuncia del alma al pecado, y
a todos los atractivos mundanos que pueden poner en peligro la vida de la
gracia. La venta de todos los bienes para conseguir el campo, en donde está
escondido el tesoro, significa la disposición del alma a dejar atrás al hombre
viejo, con tal de adquirir, conservar y acrecentar la vida de la gracia,
obtenida en la Iglesia
y en sus sacramentos.
Lo que
se destaca es la actitud del hombre de la parábola, quien vende “todos sus
bienes”, sin quedarse con nada, con tal de adquirir el campo: con esto se
significa el alma que, percatándose del valor de la gracia, decide no solo dejar
atrás el pecado mortal, sino también el venial, e incluso las imperfecciones.
El otro
elemento importante de la parábola es el estado anímico y espiritual del hombre
que vende sus bienes para adquirir el campo: lo hace “lleno de alegría”, lo
cual es un indicio ya de la
Presencia de Dios Uno y Trino en el alma en gracia, puesto
que Dios es “alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes.
La
parábola también se puede aplicar a la Santa
Misa, puesto que para poder participar de ella con el máximo
fruto posible, es necesaria la misma disposición del hombre de la parábola:
vender todos los bienes, dejar atrás al hombre viejo, abandonar para siempre la
vida de pecado, rechazar con todas las fuerzas al mundo y sus atractivos, para
recibir al Dios de la Alegría
sin fin, Jesús Eucaristía.
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