“Felices sus ojos porque ven
y sus oídos porque oyen lo que muchos
justos quisieron y no pudieron” (Mt
13, 10-17). Jesús llama “felices” a sus discípulos, porque ven y oyen lo que
muchos justos del Antiguo Testamento quisieron ver y oír, y no pudieron, y la
causa de la felicidad es Él mismo en Persona, porque Él es Dios encarnado, que
ha venido a este mundo para terminar con las obras del demonio, como dice San
Juan, para convertir los corazones de piedra de los hombres, en corazones de
carne, que puedan recibir la gracia de la filiación divina, y así, convertidos
en hijos de Dios, puedan ser llevados al Reino de los cielos.
Jesús llama felices a los
discípulos que lo ven a Él, Hombre-Dios, porque Él es el signo que Dios envía a
los hombres, para comunicarles su Amor y su perdón.
Pero no son ellos los únicos
felices; no son felices solamente los que veían a Jesús como hombre y sabían
que era Dios: también la
Iglesia llama “felices” a quienes, iluminados por la luz del
Espíritu Santo, acuden a la
Iglesia, a la Santa Misa,
para ser alimentados con el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios. Esta es la
bienaventuranza que proclama la
Iglesia en cada Santa Misa: “Felices los invitados al
banquete celestial”.
Es por esto que la Santa Madre Iglesia nos dice a los
bautizados: “Felices sus ojos porque ven y sus oídos porque oyen lo que muchos
buenos paganos quisieran ver y oír, y no pueden hacerlo: ustedes ven a Dios
oculto en lo que parece ser pan, y oyen su Palabra en la lectura de la Escritura. Pero
son también felices porque ese mismo Dios se les da todo Él, todo lo que Es y
lo que tiene, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, en cada comunión.
Felices los que adoran la
Eucaristía y felices los que se unen a Dios Hijo por la
comunión sacramental”.
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