“Les
doy mi paz, pero no como la da el mundo” (Jn
14, 27-31a). Antes de sufrir la Pasión, en el Sermón de la Última Cena, Jesús
entrega a sus discípulos, y por lo tanto, a la Iglesia, numerosos dones, el más
importante de todos, la Eucaristía. Entre esos dones, se encuentra la paz, que
es su paz, una paz que, como Él mismo lo dice, no es la “paz del mundo”, sino
distinta a esta.
La
paz del mundo es una mera ausencia de conflicto, es una paz superficial,
exterior; es una paz establecida sobre cálculos y sobre pactos humanos, no
siempre agradables a Dios y no siempre por motivos buenos y con propósitos
buenos. La paz del mundo no siempre persigue fines nobles; aún más, la paz del
mundo puede ser establecida para cometer el mal y para impedir el bien, como
por ejemplo, en el caso de estados corruptos cuyas élites gobernantes legalicen
el libre consumo de narcóticos por parte de la población; existiría un estado
de “pacificación”, pero al costo de la rendición completa de dichos estados a los
narcotraficantes y al Príncipe de las tinieblas, que es en definitiva quien se
encuentra detrás de dichas políticas.
La
paz de Cristo es algo muy distinto. La paz de Cristo, la que Él da, es “su paz”,
que es la paz de Dios y por lo tanto es una paz interior, profunda, que radica
en lo más profundo del ser del hombre. Es una paz que emana del Espíritu Santo,
donado por Jesús al alma en gracia y que sobreviene al alma como consecuencia
de un estado de justicia y de santidad, al haberle sido quitado, por los
méritos de la Pasión de Cristo, aquello que la enemistaba con Dios, el pecado,
y al devolverle aquello que la unía a su Creador, Redentor y Santificador, la
gracia santificante. La paz que otorga Jesucristo es una consecuencia de la
unión profunda del alma con Dios Uno y Trino, unión en la que el alma ve que no
solo le es quitado el peso insoportable del pecado, sino que le es concedido
aquello que el alma ansía desde que nace: la unión con su Dios, que es la unión
con el Amor mismo en Persona y en esa unión descansa y reposa y en ese descanso
y reposo consiste la paz y en esa paz encuentra su felicidad y de esa felicidad
no quiere salir nunca más.
“Les
doy mi paz, pero no como la da el mundo”. En cada comunión eucarística, Jesús
nos dona su paz, pero no como la da el mundo. Si estuviéramos atentos a lo que
recibimos en la comunión eucaristía, nada del mundo nos quitaría la paz que nos da
Cristo en la Eucaristía.
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