(Domingo
III - TP - Ciclo A – 2014)
“Jesús tomó el pan y lo partió (…) se lo dio. Entonces los
ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron” (Lc 24, 13-35). Jesús resucitado se aparece a los discípulos de
Emaús, pero estos no lo reconocen. Los discípulos de Emaús conocen a Jesús y
han recibido directamente de Él sus enseñanzas; conocen también las Escrituras,
en donde se decía que el Mesías debía resucitar; han vivido los tristes y
amargos días de la Pasión; han recibido las promesas de la Resurrección de
parte del mismo Jesús; han sido testigos auriculares de la Resurrección, porque
han escuchado de las santas mujeres de Jerusalén que Jesús ha resucitado;
todavía más, ahora son testigos oculares de la Resurrección, porque ven con sus
propios ojos a Jesús resucitado, y aun así, no creen en Jesús resucitado. Están,
dice el Evangelio, “con el semblante triste”, porque hay algo misterioso que
impide que reconozcan a Jesús: “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”.
Esta situación no cambia ni siquiera a lo largo de todo el
camino; ni siquiera con la larga conversación que tienen con Jesús, o más bien,
con el largo monólogo que tiene Jesús con ellos, porque luego de que Jesús les
reprocha su dureza de mente –“¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta
creer todo lo que anunciaron los profetas!”-, les comienza a explicar las Escrituras,
“en lo referente al Mesías”, es decir, a Él mismo, a cómo se habían cumplido en
Él todas las profecías mesiánicas, a cómo se habían cumplido en Él todo lo que
los profetas habían profetizado acerca del Mesías Redentor de Israel y de la
humanidad.
Esta ceguera y dureza, que no es tanto mental cuanto
espiritual, cambia radicalmente en un momento determinado: cuando Jesús parte
el pan. Algunos dicen que se trataba de la Santa Misa, con lo cual se trataría
de un gesto sacramental; otros dicen que no; se trate o no de la Santa Misa, lo
importante es que, en ese momento Jesús infunde el Espíritu Santo, que es el
les concede la gracia santificante, la cual los hace partícipes del modo de
conocimiento con el cual Dios Uno y Trino se conoce a sí mismo, y es en ese
momento, debido a esa gracia recibida, que los discípulos, participando del
modo con el cual el Hijo de Dios se conoce a sí mismo como Dios Hijo, es que
los discípulos de Emaús reconocen a Jesús como al Hombre-Dios, como a Dios Hijo
encarnado, y no como a un forastero, como a un hombre extraño, tal como lo
habían tomado hasta ese entonces. Es el gesto de Jesús, de soplar el Espíritu
Santo sobre ellos, lo que les permite a los discípulos de Emaús adquirir un
nuevo modo de conocimiento, una nueva capacidad de conocimiento, una capacidad
divina, la capacidad misma de Dios, y es por eso que conocen a Jesús como Jesús
se conoce a sí mismo, es decir, como Dios Hijo en Persona. Pero al mismo
tiempo, lo aman como Jesús se ama a sí mismo, es decir, con el Amor de la Santísima
Trinidad, con el Amor del Espíritu Santo, porque el Padre ama al Hijo con la
Persona-Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo, y los discípulos de Emaús,
llenos del Espíritu Santo, conocen y aman a Jesús como Jesús se conoce y se ama
a sí mismo, con el conocimiento y el Amor del Espíritu Santo, que es el
conocimiento y el Amor del Padre. Por eso es que les arde el corazón, porque el
Espíritu Santo habita en sus corazones, haciéndoles arder el corazón en el Amor
de Dios: “¿No ardían acaso nuestros corazones cuando nos explicaba las Escrituras?”,
se preguntarán después, sorprendidos.
Como bautizados y miembros de la Iglesia, debemos identificarnos con los discípulos
de Emaús: también nosotros conocemos las Escrituras; también nosotros hemos
recibido las enseñanzas de Jesús; también nosotros somos testigos de la
Resurrección, porque hemos aprendido el Catecismo; también nosotros conocemos a
Jesús, porque lo hemos recibido muchas veces en la comunión, pero, al igual que
los discípulos de Emaús, en el fondo, andamos “con el semblante triste”, porque
en el fondo no reconocemos a Jesús, aun cuando comulguemos, aun cuando
confesemos, aun cuando recemos el Credo, aun cuando nos digamos ser cristianos
católicos, aun cuando invitemos a Jesús a cenar con nosotros en la Comunión
eucarística. Aun así, nos sucede como a los discípulos de Emaús: “algo impide
que nuestros ojos lo reconozcan” en la Eucaristía, algo impide que nuestros ojos
lo reconozcan a Jesús vivo, glorioso, resucitado, en la Eucaristía, y por ese
mismo motivo, eso impide que demos testimonio ante el mundo de la existencia de
Jesús resucitado y glorioso y de la existencia de un mundo nuevo de eternidad,
el Reino de los cielos, al cual Jesús resucitado nos conduce. El hecho de que
en el fondo no creamos en Jesús resucitado, nos incapacita para dar un
testimonio creíble de una vida de eternidad y por eso seguimos apegados a las
cosas de la tierra y así nos presentamos como una contradicción: nos llamamos
cristianos católicos, es decir, somos en teoría futuros ciudadanos del Reino de
los cielos, pero vivimos apegados a la materia, al dinero, a los vicios, al
pecado, y no solo no vivimos los mandatos del Rey del cielo, Jesucristo, sino
que obedecemos ciegamente los mandatos del Príncipe de las tinieblas, el
Demonio.
Es por eso que también a nosotros nos cabe el reproche de
Jesús a los discípulos de Emaús: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les
cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!”; cómo nos cuesta creer todo
lo que aprendimos en el Catecismo, todo lo que recitamos en el Credo, todo lo
que leemos de las vidas de los Santos, todo lo que nos enseña la Santa Iglesia
acerca del Cielo, el Purgatorio y el Infierno. Pensamos que el Cielo, el
Purgatorio y el Infierno, son cuentitos para niños, y que nosotros aquí podemos
hacer y vivir como queramos, total eso es eso, precisamente: un cuentito para
niños. Es más fácil y cómodo creer en lo que más me gusta y dejar de creer en
lo que menos me gusta. No en vano Sor Faustina Kowalska advierte, en su Diario,
que el Infierno está ocupado con aquellos que creían que el Infierno no
existía.
“Jesús
tomó el pan y lo partió (…) se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se
abrieron y lo reconocieron”. Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús cuando Jesús les infunde el Espíritu al partir el pan. De la misma manera, solo cuando poseamos el Amor de Dios en nuestros corazones, el Amor que es el Espíritu Santo, el Amor que nos permita conocer y amar a Cristo con el Amor y el conocimiento de Dios Uno y Trino, nuestras mentes brillarán con la luz de Dios y nuestros corazones arderán con la caridad, con el Amor mismo de Dios, y entonces, reconociendo a Jesús, vivo y glorioso en la Eucaristía, le diremos: "Quédate con nosotros, Jesús, quédate en nuestros corazones, quédate para siempre, y no te vayas nunca jamás".
Es por eso que también nosotros, como los discípulos de Emaús, necesitamos que Jesús nos infunda el Espíritu Santo, para que lo conozcamos y lo amemos como Él mismo se conoce y se ama, con un conocimiento y con un Amor sobrenatural, para que seamos capaces de dar testimonio de Él al mundo, un testimonio que llegue hasta la muerte de cruz, para que el mundo vea y crea y creyendo se salve.
Es por eso que también nosotros, como los discípulos de Emaús, necesitamos que Jesús nos infunda el Espíritu Santo, para que lo conozcamos y lo amemos como Él mismo se conoce y se ama, con un conocimiento y con un Amor sobrenatural, para que seamos capaces de dar testimonio de Él al mundo, un testimonio que llegue hasta la muerte de cruz, para que el mundo vea y crea y creyendo se salve.
No hay comentarios:
Publicar un comentario