“Conviértanse,
porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt
4, 12-17. 23-25). La conversión del corazón, esto es, el centrar el ser en Dios
Trino y estar en su Presencia –o al menos desear estarlo- permanentemente no
es, de ninguna manera, una obra humana, sino producto de la gracia
santificante, obtenida por el sacrificio en Cruz de Jesús. Es la gracia la que
obra este prodigio, más grande que la Creación, el de la conversión de un alma
a Dios. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la gracia no se obtiene
rezando, cumpliendo los Mandamientos, obrando el bien: todo eso es ya fruto de
la gracia; todo eso es ya efecto de la gracia, en un corazón que ha respondido
a la gracia inicial de querer convertirse, para lo cual es necesario rezar,
cumplir los Mandamientos, obrar el bien. Caeríamos en un grave error si
pensáramos que la gracia se “obtiene” de esta manera, es decir, rezando,
obrando rectamente en Presencia de Dios. Si decimos esto, estaríamos afirmando
que Dios está obligado a dar la gracia al alma que obra bien, lo cual no es
cierto. Dios no está obligado, en manera alguna, a dar la gracia. La gracia es
gratuita, por definición, y es un don de Dios, que Él da a quien quiere, y no
en base a nuestros méritos, que no los tenemos y no los podemos tener, de
ninguna manera, para merecer la gracia. El alma que experimenta el deseo de
apartarse de las cosas mundanas, de todo lo que ofende a Dios, para hacer
oración, para observar los Mandamientos, para vivir según las Bienaventuranzas,
para cargar la cruz de cada día en pos de Jesús, es un alma que ya ha
respondido a la gracia, la cual ha sido concedida gratuitamente. Pero no
significa, de ninguna manera, que una tal alma sea “merecedora” de la gracia, porque
eso sería colocar el obrar humano de modo antecedente al obrar de Dios, con lo
cual Dios estaría obligado a darnos la gracia por nuestro buen comportamiento,
lo cual no se corresponde con la verdad, esto es, que la gracia antecede a todo
posible mérito nuestro y que no hay ninguna posibilidad de que, por nosotros
mismos, sin la gracia, seamos capaces de adquirir méritos que nos posibiliten
la gracia.
“Conviértanse,
porque el Reino de los cielos está cerca”. Experimentar el deseo de apartarnos
de las cosas mundanas; de vivir los Mandamientos de Jesús; de vivir las
Bienaventuranzas; de cargar la Cruz de cada día, no viene de nosotros: es ya la
acción del Espíritu Santo en el alma, es ya el inicio de la conversión, es ya
el comienzo de la acción de la gracia, donada gratuitamente por Dios, es ya la
Presencia del Amor de Dios en el alma. Es ahí en donde comienza la conversión:
en el don de Dios, la gracia, que nos mueve hacia el Bien Infinito y Eterno que
es Dios. De parte nuestra, nos compete responder, con obras, al deseo de
conversión dado por Dios.
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