lunes, 9 de enero de 2017

“Dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él”


“Dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él” (Mc 1, 14-20). Jesús pasa y luego de llamar a Simón y Andrés, llama a Santiago y a Juan y ellos, dice el Evangelio, “dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él”. Si la escena se ve externa y superficialmente, no difiere en mucho a lo que sucede con líderes humanos, quienes, con mayor o menor carisma, ante el llamado de un líder, lo dejan todo y van tras del líder. Sin embargo, aquí no se trata de un llamado de un hombre, a otros hombres, para una empresa humana: se trata de la Llamada del Hombre-Dios, para una empresa celestial –el origen del plan de redención es la Santísima Trinidad-, la salvación de toda la humanidad. Se trata de la Llamada del Hombre-Dios a sus Apóstoles, a aquellos que, fundados sobre Él, la Roca firme, habrían de constituir las Doce columnas de la Iglesia, fuera de la cual nadie, ningún ser humano, desde el primero al último, habrá de encontrar la eterna salvación.
“Dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él”. Es llamativa la prontitud con la cual los Apóstoles responden al llamado de Jesús, aun sin saber, a ciencia cierta, en qué consiste o qué implica la respuesta a este llamado. Sin embargo, a pesar de que no saben con toda certeza qué implica el llamado, hay algo –o Alguien- que, viniendo de Jesús, al mismo tiempo que los atrae, los ilumina acerca de la misión a la que están siendo convocados. ¿Qué es lo que los atrae a Jesús? ¿Qué o Quién es ese “Alguien” que los ilumina cuando Jesús los llama? Es el Espíritu Santo, que enciende en ellos un nuevo amor, sobrenatural, celestial, inflamando sus corazones en el Amor de Dios; es el Espíritu Santo, infundido en sus almas por Jesús y su Padre, quien enciende en sus almas el deseo de la feliz eternidad, es decir, de una felicidad que no es de este mundo; es el Espíritu Santo, donado por el Padre y el Hijo, quien les hace saber acerca de la empresa de eterna salvación a la que están llamados.

“Dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él”. Por medio del Espíritu Santo, Jesús convoca a su Iglesia naciente; no para mejorar el bienestar del hombre en la tierra; no para dar a los hombres una felicidad terrena, sino para un destino trascendente: liberarlos de la eterna condenación y conducirlos a la eterna felicidad en el cielo. El llamado de Jesús se origina en la eternidad –en el deseo de Dios Trino de salvar a todos los hombres- y conduce a la eternidad, y este llamado, con sus exigencias de santidad y de dar la vida por él- es válido no sólo para los Apóstoles, sino para los católicos de todos los tiempos.

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