“Hemos
hallado a Jesús” (Jn 1, 43-51). La noticia
del hallazgo de Jesús, de parte de Felipe a Natanael, es la noticia más hermosa
que jamás nadie pueda recibir: “Hemos hallado a Jesús”. Aquel de quien hablaban
los profetas, el Redentor, el Mesías, el Salvador; Aquel a quien esperaban los
justos del Antiguo Testamento, porque habría de salvar a Israel. Pero el
encuentro con Jesús supera infinitamente las expectativas que Felipe o
cualquiera del Pueblo Elegido podría tener acerca del Mesías: la liberación que
trae Jesús no es terrena, sino celestial, y los enemigos a los que el Mesías
derrotará no son los simples mortales, sino aquellos que esclavizan a la
humanidad entera: el Demonio, el Pecado y la Muerte. Y si estos son dones
maravillosos del Mesías, no son todos, ni los más grandiosos: el Mesías dará a
los hombres, a aquellos que lo reciban, “el poder de ser hijos de Dios”, al
concederles la gracia de la filiación divina, la misma filiación divina con la
cual Jesús, el Mesías, es Hijo de Dios desde la eternidad. Y, todavía más, el
Mesías que acaban de encontrar, es Quien derramará hasta la última gota de
Sangre en la Cruz del Calvario, como suprema muestra del Divino Amor a los
hombres, Amor que donará a todos y cada uno sin medida; Amor celestial,
sobrenatural, infinito, eterno e incomprensible.
“Hemos
hallado a Jesús, el hijo de José de Nazareth”. Ese mismo Jesús, hallado por
Felipe y comunicado a Natanael, se encuentra en la Eucaristía, vivo, glorioso,
resucitado, como habiendo pasado ya por su misterio pascual de Muerte y
Resurrección. ¿Podemos decir, parafraseando a Felipe: “Hemos hallado a Jesús en
la Eucaristía”? Y si lo hemos hallado, ¿comunicamos esta grandiosa noticia a nuestros
hermanos, más que con palabras, con obras de misericordia?
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