“¿Pueden
beber el cáliz que yo beberé?” (Mt
20, 17-28). Después de que Jesús les anunció a sus discípulos su misterio
pascual de Muerte y Resurrección, se acercaron a Jesús “la madre de los hijos
de Zebedeo (…) junto con sus hijos”, y se postró ante Jesús “para pedirle algo”:
que sus hijos “se sienten en el Reino”, “a la derecha y a la izquierda” de
Jesús. Para asegurarse de que han entendido lo que le habría de suceder a
Jesús, Él les pregunta si “pueden beber del cáliz que Él ha de beber”, es
decir, les pregunta si van a ser capaces de afrontar la humillación, la
traición, el dolor, la amargura, de la Pasión. Los hijos de Zebedeo, Santiago y
Juan, le responden: “Podemos”. Es decir, saben que, para “sentarse a la derecha
e izquierda de Jesús”, en el Reino, o sea, para gozar de la gloria del Reino de
los cielos, deberán sufrir, junto con su Señor, las amargas horas de la Pasión
y, movidos por el Amor de Dios, dicen: “Podemos”, lo cual quiere decir también:
“Estamos dispuestos”.
Los
otros discípulos, al enterarse de la conversación, se “se indignaron contra los
dos hermanos”, dice el Evangelio, y la razón de esta indignación es que no han
entendido –como sí lo han hecho los hermanos- en qué consisten los premios que
da Jesús y cuándo los da, porque piensan en la gloria mundana y en categorías
mundanas y humanas, no celestiales y sobrenaturales, como Jesús. Los otros diez
discípulos piensan que con Jesús es como lo que sucede con los líderes humanos,
que prometen dádivas y premios a quienes los secunden en sus planes mundanos;
además, ambicionan los puestos de gloria, pero no la cruz. Es por eso que Jesús
les aclare que, con Él, el Hombre-Dios, las cosas son distintas: “Los jefes de
las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad.
Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que
se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su
esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para
servir y dar su vida en rescate por una multitud”. Con Cristo, el discípulo sí
obtiene la gloria, pero no mundana, y no por cumplir planes y objetivos
mundanos: la gloria que se obtiene es la gloria del cielo, y se la obtiene sólo
en tanto y en cuanto se beba del cáliz de la Pasión, el cáliz de sus amarguras,
el cáliz del dolor, el cáliz de la Cruz. Eso es lo que Jesús les quiere decir
cuando les pregunta si “pueden beber del cáliz que Él ha de beber”.
Desde
la Eucaristía, también a nosotros nos pregunta Jesús si podemos –si queremos- “beber
del cáliz de la Pasión”, es decir, si queremos participar de su Pasión redentora en
cuerpo y alma, si queremos participar de su Pasión para la salvación de nuestros hermanos, como requisito indispensable e ineludible para llegar al Reino
de los cielos. Y nosotros, junto con Santiago y Juan, le decimos: “Podemos”.
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