(Ciclo
A – 2017)
“Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él
debía resucitar de entre los muertos” (Jn
20, 1-9). Luego de colocar el Cuerpo muerto del Señor, y luego de sellar la
entrada con una roca, el sepulcro queda a oscuras y en silencio, y el frío, al
no poder entrar la luz y el calor del sol, se hace cada vez más intenso. Sobre el
lecho frío de la roca recién excavada –era un sepulcro nuevo, sin uso-, yace,
desde el Viernes Santo y durante todo el Sábado Santo, el Cuerpo muerto de
Jesús, en el silencio, el frío y la oscuridad.
Pero al amanecer del tercer día, el Domingo de Resurrección,
y tal como Él lo había prometido, Jesús resucita. El sepulcro, hasta entonces a
oscuras, comienza a ser iluminado con una luz que, surgiendo del Corazón de
Jesús, recorre velozmente todo su Cuerpo, iluminándolo con la luz de la gloria
divina, al mismo tiempo que lo recorre, y haciendo así resplandecer, al
sepulcro antes oscuro, con una luz más intensa que miles de soles juntos. A medida
que el Corazón de Jesús comienza a cobrar vida, sus latidos interrumpen el
silencio, y luego estos latidos son reemplazados por los cantos de alegría, de
adoración y de alabanza de los ángeles del cielo, que contemplan, gozosos y
radiantes, la Resurrección de su Rey, Jesús, Rey de los ángeles. Si al silencio
lo reemplazan los latidos del Corazón de Jesús y los cánticos de los ángeles, a
la oscuridad la reemplaza la luz que brota del Cuerpo resucitado de Jesús, una
luz que, viniendo de su Ser divino trinitario –Él es la Segunda Persona de la
Trinidad-, y derramándose sobre su alma, se derrama luego sobre su Cuerpo,
haciéndolo resplandecer con la luz de la gloria de Dios. El frío del sepulcro,
que se había agudizado por la falta de luz solar, es reemplazado por el calor
del Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, que arde en su Corazón y que es
el Fuego que Él ha venido a traer a la tierra y ya quiere verlo ardiendo en los
corazones de los que aman a Dios. Es esto entonces lo que sucede en el
sepulcro, el Domingo de Resurrección, y es así como resucita Nuestro Señor
Jesucristo, volviendo de la muerte, habiendo vencido al Demonio, al Pecado y a
la muerte.
Ahora
bien, ¿qué relación tiene la escena de la Resurrección de Jesús tiene el sepulcro
nuevo, excavado en la roca y propiedad de Nicodemo, con cada uno de nosotros en
particular? La escena de la Resurrección de Jesús es al mismo tiempo imagen del
corazón en gracia; es nuevo y no usado, para significar que el Cuerpo de Jesús,
si bien estaba muerto porque su Alma Santísima se separó de Él, no sufrió el
proceso de descomposición orgánica que sufren todos los cadáveres, porque la
Divinidad de la Segunda Persona siempre permaneció unida al Cuerpo y al Alma, y
porque el Cuerpo estaba destinado a la Resurrección. De la misma manera, un corazón
en gracia, es como un sepulcro nuevo que, aunque está sin uso –sin pecado, por
la gracia, todavía no tiene a su Señor resucitado. Cuando el alma comulga en
gracia, sucede en su corazón del mismo modo a como el sepulcro el Domingo de
Resurrección: si era un corazón en tinieblas, frío y sin vida, por la gracia
entra Jesús Eucaristía, llenándolo de su luz divina, del calor del Amor de su
Sagrado Corazón, y le comunica de su vida eterna. Comulgar, para el alma en
gracia, es como estar en el sepulcro, o más bien, como ser el sepulcro, el Día
de Resurrección, y quedar iluminados interiormente con la luz y el Amor del Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús.
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