miércoles, 19 de abril de 2017

Miércoles de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2017)

         “Algo impedía que sus ojos lo reconocieran” (Lc 24, 13-35). Jesús resucitado se aparece a los discípulos de Emaús mientras van de camino pero estos, al igual que María Magdalena en un primer momento, no lo reconocen. Así como María Magdalena lo confundió con el encargado del huerto, así ellos lo confunden con un forastero, es decir, lo consideran un desconocido. Aunque Jesús camina y habla con ellos, y aunque ellos eran discípulos de Jesús, es decir, habían sido testigos de sus milagros, habían escuchado sus enseñanzas, habían compartido con Él sus recorridos por los caminos de Palestina, ahora parecen no conocerlo y la razón es que hay “algo” que les impide ese reconocimiento: “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Pero también, al igual que María Magdalena, luego de que Jesús les infunda su Espíritu para iluminar sus mentes y encender sus corazones en el Amor de Dios, los discípulos de Emaús serán capaces de reconocerlo. ¿Qué es ese “algo” que cubre sus ojos y les impide reconocerlo? Lo mismo que le impedía a María Magdalena reconocerlo en el Huerto: su propia razón y la ausencia de la gracia. La razón humana es completamente incapaz de penetrar en el misterio de Jesús, el Hombre-Dios, porque no puede conocer, si no es por revelación divina, que Dios es Uno y Trino y que la Segunda Persona de la Trinidad es la que se encarnó en Jesús y esa es la razón por la cual, tanto los discípulos, como María Magdalena, no reconocen a Jesús resucitado y lo tratan como a un desconocido. En el caso de los discípulos de Emaús, Jesús infundirá su Espíritu en el transcurso de la cena –algunos autores dicen que era la Santa Misa-, en el momento de partir el pan: es ahí cuando los discípulos saben, con un conocimiento sobrenatural, quién es Jesús y que Jesús ha resucitado, al tiempo que también comienzan a amarlo con un amor sobrenatural: “¿No ardían nuestros corazones cuando nos explicaba las Escrituras?”.

         “Algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Muchos católicos se comportan como los discípulos de Emaús: Jesús está con nosotros, con su Iglesia, todos los días, y lo estará “hasta el fin del mundo” en la Eucaristía, pero muchos lo tratan, en su Presencia Eucarística, como si no lo conocieran, como si fuera un extraño, un forastero, un desconocido. En la Santa Misa, Jesús hace lo mismo que con los discípulos de Emaús, parte para nosotros el pan, por medio del sacerdote ministerial, pero todavía demuestra un amor infinitamente más grande para con nosotros, porque se nos entrega, en Persona, en el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía. A ese Jesús Eucarístico, que se nos dona en la Eucaristía, le pidamos que ilumine nuestras inteligencias, para que seamos capaces de reconocerlo en el Santísimo Sacramento del altar, y que nos infunda su Espíritu, para que, al igual que los discípulos de Emaús, nuestros corazones se enciendan y ardan en el Amor de Dios.

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