(Ciclo A – 2017)
Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se
alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos. De
pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: “Alégrense” (Mt 28, 1-10). En las apariciones de
Jesús resucitado hay dos palabras que se repiten con frecuencia y que pertenecen
a un mismo concepto: estas palabras son “alegría” y “alégrense”, y el concepto,
obviamente, es la alegría. Luego de que Jesús resucitado les saliera al
encuentro, las mujeres van a comunicar la noticia “llenas de alegría”, y cuando
Jesús las encuentra, les dice, como si de un mandato se tratara, puesto que lo
dice en modo imperativo: “Alégrense”.
Frente a esto, nos podemos preguntar: ¿de qué alegría se
trata? ¿Es una alegría como las que conocemos en nuestro mundo terreno? Y al
ser un mandato, también cabe preguntarnos: ¿puede Jesús “mandar” positivamente
al cristiano, que éste se alegre? ¿No es una imposición de algo que debe surgir
espontáneamente, del interior del alma, y si no es espontáneo no puede ser
cumplido? O, dicho en otras palabras: si Jesús nos manda “alegrarnos”, pero no
estamos alegres, ¿eso quiere decir que debemos fingir la alegría, para cumplir
este mandato de Jesús?
Ante todo, debemos decir que no se trata de una alegría
mundana, pasajera, sensible, fundada en motivos terrenos, emocionales y por lo
tanto, banales y superficiales, y mucho menos se trata de una alegría que se
origina en la satisfacción ilícita de los sentidos –alcohol, drogadicción,
música indecente con letras inmorales, como por ejemplo, la cumbia, el reggaeton,
etc.-, la cual se puede incluso llamar “alegría diabólica”. Nada de esto es la
alegría de Jesús, puesto que se trata de una alegría de origen celestial,
porque es la alegría de Dios, el cual es, como dice Santa Teresa de los Andes, “Alegría
infinita”: “Dios es Alegría infinita”.
La
causa de la alegría del cristiano –que es la alegría que nos pide Jesús- es la
Resurrección de Jesús, es decir, es un hecho sobrenatural, celestial, divino, y
por eso no es una alegría pasajera y terrena, sino duradera y eterna, cuanto es
eterno el Ser de Dios. Y con respecto a la pregunta de si Jesús puede “mandar”
a los discípulos a que se alegren, la respuesta es positiva, porque cuando Dios
manda algo, da al mismo tiempo la gracia suficiente para que seamos capaces de
cumplir lo que manda. En este caso, al mandarnos estar alegres, nos concede la
gracia de hacernos participar de su vida divina y por lo tanto, de su misma
alegría, porque Él mismo, que es Alegría infinita, nos comunica y nos hace partícipes
de su Alegría. Es decir, por medio de la gracia. el alma se alegra porque se
hace partícipe de la Alegría Increada, que es Él, Dios en Persona. Es una
alegría que se comunica con la gracia, y por lo tanto, cuanto más en gracia
está una persona, tanta más alegría tiene. Y si sucede al revés, esto es, que
el alma se aleje de Dios, Alegría infinita, el alma se sumerge en la tristeza,
que se hace más profunda, cuanto más alejada el alma está de Dios.
Otro
aspecto que hay que considerar, aunque sea casi una verdad más que evidente, es
que esta alegría de la Resurrección de Jesús no significa la risa sin sentido,
ni tampoco andar riendo o haciendo bromas todo el tiempo, como así también no
es necesaria su demostración sensible, en el sentido de que, si la persona no
está riendo o sonriendo todo el tiempo, eso significa que no tiene la alegría
de Dios, la cual es una alegría serena, profunda que, viniendo de lo alto,
impregna lo más profundo del ser y llena de esa alegría al alma, permitiendo
que el alma esté serena e incluso alegre, hasta en los momentos más duros,
trágicos o dolorosos de la vida.
“Alégrense”. Si Jesús resucitado da este mandamiento a las
mujeres y a los discípulos a los que se les aparece, también a nosotros, desde
la Eucaristía, nos da el mismo mandamiento, “Alégrense”, porque el Jesús que se
les apareció a las mujeres, es el mismo Jesús, resucitado y glorioso, que viene
a nuestras almas por la Eucaristía.
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