“Voy
a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt
26, 14-25). Jesús envía a sus discípulos a hacer todos los preparativos para la
Pascua, y los envía a la casa de un discípulo anónimo –el cual, por otra parte,
era evidentemente de una posición económica holgada, pues no era común tener
una casa de dos plantas en ese tiempo-, para que les facilite el ambiente
necesario para el cenáculo y todo lo demás para la Última Cena.
¿Quién
sería este afortunado discípulo? Decimos afortunado, no porque poseyera una
fortuna material, ya que eso es lo que se sugiere por el hecho de poseer una
casa de dos plantas, sino por ser considerado digno de confianza por parte de
Jesús, y de tal confianza, que lo ha elegido a él, para que le preste su casa,
a fin de que pueda realizar el supremo acto de amor, antes de subir a la cruz,
y es la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio ministerial. Nada se dice
de este discípulo, a quien llamamos “afortunado” –y lo es, verdaderamente, y
más que nadie-, porque goza de la total confianza y amistad con el Señor, al
punto de ser Jesús quien, en Persona, le pide prestada su casa. Los Evangelios
no registran su nombre, ni antes ni después, y permanece en el anonimato desde
entonces, conocido sólo por Dios.
Pero,
¿es sólo este discípulo anónimo, el único afortunado? ¿No somos acaso también
nosotros, los católicos, tan o más afortunados que Él? A él, Jesús sólo le
pidió su casa, pero no le dio su Cuerpo y su Sangre; a nosotros, en cambio, nos
da de su Cuerpo y su Sangre en cada Eucaristía, y con esto solo, ya nos podemos
considerar los más afortunados de entre todos los hombres afortunados del
mundo. ¿Y qué sucede con la casa? También en esto nos consideramos más que
afortunados, porque al discípulo anónimo del Evangelio, Jesús le pidió su casa
material, en cambio a nosotros, nos pide nuestra casa, sí, pero espiritual, es
decir, nuestra alma y nuestro corazón, para morar en él, y es por eso que, a
cada uno de nosotros, desde la Eucaristía, Jesús nos dice: “Voy a celebrar la
Pascua en tu casa”. Preparemos nuestras almas de la mejor manera posible,
adornándola y embelleciéndola con la gracia santificante, para recibir al Señor
Jesús, nuestra Pascua, que por la Eucaristía quiere convertir nuestro corazón
en un Nuevo Cenáculo, en donde Él se sentará a la mesa con nosotros y cenará
con nosotros y nosotros con Él, y la cena será la Carne del Cordero, asada en
el Fuego del Espíritu Santo, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su Sangre
derramada en la cruz y recogida en el cáliz del altar, y el Pan de Vida eterna,
su Cuerpo glorioso y resucitado.
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