“Es el Señor” (Jn
21, 1-14). Jesús resucitado se aparece a los discípulos que están en la barca,
pescando. Es llamativo el hecho de que el primero que lo reconoce no es Pedro,
el Vicario, el Papa, sino San Juan Evangelista, “el discípulo amado”, aquel que
en la Última Cena, a diferencia de Judas Iscariote, que lo traicionó por
treinta monedas de plata, se había recostado en el pecho de Jesús para escuchar
los latidos de Amor de su Sagrado Corazón. El que lo reconoce en primer lugar, que
es también el que llega primero al sepulcro el Domingo de Resurrección, es
aquel discípulo que, en las horas de la crucifixión, había permanecido junto a
la Virgen mientras Jesús agonizaba, acompañando a María Santísima y recibiendo,
en nombre de toda la humanidad, el maravilloso don de María como Madre de todos
los hombres. Sólo después que Juan Evangelista dice: “¡Es el Señor!”, es que
Pedro, reconociéndolo recién en ese momento, se arroja al agua para alcanzar la
orilla en donde está Jesús resucitado. Pedro tiene el primado jerárquico, pero
Juan Evangelista parece tener el primado en el amor, puesto que es de él y no
de Pedro de quien dice el Evangelio que era “el discípulo al que Jesús más
amaba”. Juan reconoce a Jesús porque, como en los otros casos de sus
apariciones, ilumina su mente, para que lo reconozca como Hombre-Dios y como
resucitado, pero en Juan se destaca también el otro aspecto de la gracia, que
es encender el corazón en el Amor de Jesús, tal como sucede, por ejemplo, con
los discípulos de Emaús: “¿No ardían nuestros corazones cuando nos hablaba de
las Escrituras?”.
“Es el Señor”. La misma expresión de admiración, asombro,
alegría y amor, que por la gracia santificante brota de Juan al reconocer a
Jesús resucitado, es la que debería salir de las mentes y corazones de los que,
contemplando la Eucaristía e iluminados por la gracia, reconocen en el
Santísimo Sacramento del altar a Jesús resucitado.
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