lunes, 5 de marzo de 2018

Dios envía su gracia a los humildes de corazón y no a los soberbios e impíos

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         “Elías fue enviado a la viuda de Sarepta (…) Eliseo curó de lepra a Naamán, el sirio” (cfr. Lc 4, 24-30). Dentro de la sinagoga, Jesús cita dos ejemplos de hombres de Dios enviados a quienes no pertenecen a la religión judía, sino que son paganos. Cita el ejemplo de Elías, que luego de más de tres años de sequías “fue enviado a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón”; además, cita el ejemplo del profeta Eliseo, que fue enviado a curar a Naamán el sirio, y no a los leprosos hebreos. Luego de escuchar las palabras de Jesús, los judíos asistentes a la sinagoga “se enfurecieron” al punto tal que intentaron matar a Jesús, despeñándolo, aunque no logran su propósito, pues Jesús sale caminando “en medio de ellos”: “Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino”.
         Los judíos entienden bien el mensaje de Jesús: Dios envía su gracia -por medio de sus profetas y hombres santos como Elías y Eliseo- no a los soberbios, sino a los humildes y la pertenencia a una religión determinada -en este caso, la religión judía- no garantiza el favor de Dios. La razón es que Dios “resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (cfr. Sant 4, 6). En los ejemplos citados por Jesús, los profetas son enviados a dos paganos -la viuda de Sarepta y Naamán el sirio- los cuales, a pesar de ser paganos y de no pertenecer al Pueblo Elegido, reciben sin embargo el favor de Dios.
         Lo mismo sucede con el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica: no significa que por pertenecer a la Iglesia Católica, de modo inmediato somos merecedores del favor de Dios. Por el contrario, si nuestra alma se llena de soberbia, Dios se resistirá a enviarnos su gracia, aun cuando formemos parte de la única y verdadera iglesia de Dios. Pero si nos reconocemos pecadores e invocamos la protección de la Madre de Dios, María Santísima, Mediadora de todas las gracias, recibiremos la gracia divina, a pesar de nuestra indignidad.


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