Es el Viernes Santo, apenas pasadas las tres de la tarde,
hora de la muerte de Jesús en la cruz. La Virgen Santísima, que ha permanecido
de pie al lado de Jesús durante su crucifixión y agonía, continúa todavía de
pie, al lado del cadáver de su Hijo, a la espera de que los discípulos y amigos
de Jesús descuelguen de la cruz su Cuerpo sin vida.
El Inmaculado Corazón de María, en el que habita el infinito
Amor de Dios, es invadido ahora por un océano de dolor infinito; un dolor que
la oprime hasta el punto de quitarle la vida, si es que Dios no la sostuviera
en el ser; un dolor que crece por oleadas y que se hace cada vez más intenso
con cada oleada; un dolor en el que se concentra literalmente todo el dolor del
mundo. Es un dolor que se le suma al dolor de la Pasión, porque si bien la
Virgen no sufrió físicamente la Pasión, sí la sufrió moral y espiritualmente,
al participar místicamente del misterio pascual de su Hijo Jesús. Es el dolor
causado por la muerte del Hijo de su Amor, Cristo Jesús. Es un dolor que parece
quitarle la vida, porque Cristo Jesús era su Vida toda y por eso a la Virgen le
parece que aunque está viva y al pie de la cruz, a su Alma inmaculada le parece
que le ha sido arrancada la vida, de manera que el agobio del dolor le hace
parecer que aunque está viva, se siente muerta, de manera tal que si alguien
pudiera padecer la muerte y al mismo tiempo seguir vivo, ese alguien es la
Virgen Santísima al pie de la cruz.
El
dolor que experimenta la Virgen es el cumplimiento cabal, pleno, perfecto, de la
profecía del justo Simeón, cuando al recibir al Niño en el templo, inspirado
por el Espíritu Santo, le anunció que por ser la Virgen y Madre de Dios, un
dolor intensísimo como una espada de acero le habría de atravesar el corazón,
su Inmaculado Corazón: “Y a ti, una espada de dolor te atravesará el Corazón”. Ya
la Virgen había experimentado este dolor a lo largo de la vida de Jesús, cuando
el Espíritu de Dios le había anticipado que su Hijo habría de morir para salvar
a los hombres, pero ahora este dolor no tiene límite, restricción ni barrera
alguna y es tanto el dolor, que no una sino siete espadas de acero filosísimo y
lacerante parecen atravesarle, al mismo tiempo y sin piedad, su Inmaculado Corazón.
En
silencio, María Santísima llora al pie de la cruz: el dolor que oprime su
Corazón sin mancha se convierte en abundantes lágrimas de agua y sal que de sus
ojos bajan por su rostro purísimo y van a caer sobre el Rostro pálido,
tumefacto, cubierto de lodo, sangre y escupitajos de su Hijo Jesús, Rostro que
así es lavado con las lágrimas de la Virgen, quedando ya listo para ser
cubierto por la sábana mortuoria.
Llora
la Virgen por la muerte de su Hijo, pero llora también por sus hijos adoptivos,
porque antes de morir, la Virgen aceptó el pedido de su Hijo de ser la Madre
adoptiva de todos los hombres y es por eso que los hombres son sus hijos. Pero
en este momento, la Maternidad Divina de María le significa el recibir un dolor
inmenso, la muerte de sus hijos adoptivos, sobre otro dolor inmenso, la muerte
de su Hijo Jesús. Al llanto por su Hijo Jesús, se le agrega ahora el llanto por
sus hijos adoptivos. Llora por los hombres, a los que ha adoptado al pie de la
cruz, porque muchos de sus hijos se pierden por los caminos del mundo y no
siguen el camino de la cruz; muchos de sus hijos siguen las huellas del
espíritu maligno que conduce a los pastizales de Asmodeo y muy pocos son los
que siguen los pasos ensangrentados del Cordero Inmaculado, Cristo Jesús; muchos
de sus hijos prefieren las tinieblas y no la luz de Jesús; muchos de sus hijos
abandonan el camino estrecho de la salvación, el Via Crucis, por los caminos anchos y espaciosos del mundo, que
conducen a la eterna perdición; llora la Virgen con silencioso llanto, porque muchos
de sus hijos eligen al Príncipe de las tinieblas y no al Rey de los cielos,
Cristo Jesús. La Virgen llora por sus hijos muertos por el pecado del
ocultismo, del satanismo, de la magia negra, de la adoración a los ídolos
demoníacos como la Santa Muerte, el Gauchito Gil, la Difunta Correa. La Virgen
llora por sus hijos atrapados por ideologías inhumanas y anti-cristianas, como
el comunismo y el socialismo marxista, que domina naciones enteras en el
cumplimiento de las profecías de Fátima: “Rusia esparcirá sus errores (el
comunismo) por el mundo entero”. La Virgen llora por sus hijos atrapados por la
lujuria –“el pecado de la carne es el que más almas lleva al Infierno”,
advierte la Virgen en Fátima-, reivindicada en nuestros días como un derecho
humano y no como un pecado. Llora la Virgen porque por estos y muchos otros
pecados más, sus hijos adoptivos, enarbolando las banderas de la contra-natura
y del aborto como derechos humanos, se encaminan enceguecidos hacia el Abismo
del que no se retorna. Llora la Virgen en silencioso llanto y nosotros,
postrados ante la Cruz y adorando la Sangre Preciosa del Cordero que empapa el
leño, nos cubrimos con el manto de la Virgen y, a la espera confiada del
cumplimiento de las palabras del Señor de habría de resucitar “al tercer día”,
lloramos y nos dolemos por nuestra propia iniquidad y le pedimos a la Virgen la
gracia de la contrición perfecta del corazón, para no ser ya más la causa del
dolor de su Inmaculado Corazón.
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