sábado, 31 de marzo de 2018

Sermón de la soledad de Nuestra Señora de los Dolores al pie de la cruz



         Es el Viernes Santo, apenas pasadas las tres de la tarde, hora de la muerte de Jesús en la cruz. La Virgen Santísima, que ha permanecido de pie al lado de Jesús durante su crucifixión y agonía, continúa todavía de pie, al lado del cadáver de su Hijo, a la espera de que los discípulos y amigos de Jesús descuelguen de la cruz su Cuerpo sin vida.
         El Inmaculado Corazón de María, en el que habita el infinito Amor de Dios, es invadido ahora por un océano de dolor infinito; un dolor que la oprime hasta el punto de quitarle la vida, si es que Dios no la sostuviera en el ser; un dolor que crece por oleadas y que se hace cada vez más intenso con cada oleada; un dolor en el que se concentra literalmente todo el dolor del mundo. Es un dolor que se le suma al dolor de la Pasión, porque si bien la Virgen no sufrió físicamente la Pasión, sí la sufrió moral y espiritualmente, al participar místicamente del misterio pascual de su Hijo Jesús. Es el dolor causado por la muerte del Hijo de su Amor, Cristo Jesús. Es un dolor que parece quitarle la vida, porque Cristo Jesús era su Vida toda y por eso a la Virgen le parece que aunque está viva y al pie de la cruz, a su Alma inmaculada le parece que le ha sido arrancada la vida, de manera que el agobio del dolor le hace parecer que aunque está viva, se siente muerta, de manera tal que si alguien pudiera padecer la muerte y al mismo tiempo seguir vivo, ese alguien es la Virgen Santísima al pie de la cruz.
El dolor que experimenta la Virgen es el cumplimiento cabal, pleno, perfecto, de la profecía del justo Simeón, cuando al recibir al Niño en el templo, inspirado por el Espíritu Santo, le anunció que por ser la Virgen y Madre de Dios, un dolor intensísimo como una espada de acero le habría de atravesar el corazón, su Inmaculado Corazón: “Y a ti, una espada de dolor te atravesará el Corazón”. Ya la Virgen había experimentado este dolor a lo largo de la vida de Jesús, cuando el Espíritu de Dios le había anticipado que su Hijo habría de morir para salvar a los hombres, pero ahora este dolor no tiene límite, restricción ni barrera alguna y es tanto el dolor, que no una sino siete espadas de acero filosísimo y lacerante parecen atravesarle, al mismo tiempo y sin piedad, su Inmaculado Corazón.
En silencio, María Santísima llora al pie de la cruz: el dolor que oprime su Corazón sin mancha se convierte en abundantes lágrimas de agua y sal que de sus ojos bajan por su rostro purísimo y van a caer sobre el Rostro pálido, tumefacto, cubierto de lodo, sangre y escupitajos de su Hijo Jesús, Rostro que así es lavado con las lágrimas de la Virgen, quedando ya listo para ser cubierto por la sábana mortuoria.
Llora la Virgen por la muerte de su Hijo, pero llora también por sus hijos adoptivos, porque antes de morir, la Virgen aceptó el pedido de su Hijo de ser la Madre adoptiva de todos los hombres y es por eso que los hombres son sus hijos. Pero en este momento, la Maternidad Divina de María le significa el recibir un dolor inmenso, la muerte de sus hijos adoptivos, sobre otro dolor inmenso, la muerte de su Hijo Jesús. Al llanto por su Hijo Jesús, se le agrega ahora el llanto por sus hijos adoptivos. Llora por los hombres, a los que ha adoptado al pie de la cruz, porque muchos de sus hijos se pierden por los caminos del mundo y no siguen el camino de la cruz; muchos de sus hijos siguen las huellas del espíritu maligno que conduce a los pastizales de Asmodeo y muy pocos son los que siguen los pasos ensangrentados del Cordero Inmaculado, Cristo Jesús; muchos de sus hijos prefieren las tinieblas y no la luz de Jesús; muchos de sus hijos abandonan el camino estrecho de la salvación, el Via Crucis, por los caminos anchos y espaciosos del mundo, que conducen a la eterna perdición; llora la Virgen con silencioso llanto, porque muchos de sus hijos eligen al Príncipe de las tinieblas y no al Rey de los cielos, Cristo Jesús. La Virgen llora por sus hijos muertos por el pecado del ocultismo, del satanismo, de la magia negra, de la adoración a los ídolos demoníacos como la Santa Muerte, el Gauchito Gil, la Difunta Correa. La Virgen llora por sus hijos atrapados por ideologías inhumanas y anti-cristianas, como el comunismo y el socialismo marxista, que domina naciones enteras en el cumplimiento de las profecías de Fátima: “Rusia esparcirá sus errores (el comunismo) por el mundo entero”. La Virgen llora por sus hijos atrapados por la lujuria –“el pecado de la carne es el que más almas lleva al Infierno”, advierte la Virgen en Fátima-, reivindicada en nuestros días como un derecho humano y no como un pecado. Llora la Virgen porque por estos y muchos otros pecados más, sus hijos adoptivos, enarbolando las banderas de la contra-natura y del aborto como derechos humanos, se encaminan enceguecidos hacia el Abismo del que no se retorna. Llora la Virgen en silencioso llanto y nosotros, postrados ante la Cruz y adorando la Sangre Preciosa del Cordero que empapa el leño, nos cubrimos con el manto de la Virgen y, a la espera confiada del cumplimiento de las palabras del Señor de habría de resucitar “al tercer día”, lloramos y nos dolemos por nuestra propia iniquidad y le pedimos a la Virgen la gracia de la contrición perfecta del corazón, para no ser ya más la causa del dolor de su Inmaculado Corazón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario