(Ciclo B - 2018)
Si en el Viernes y el Sábado Santo la Iglesia guardaba luto
y hacía duelo por la muerte de su Señor, el Domingo de Resurrección, por el
contrario, exulta de alegría y gozo y su canto de alabanzas y acción de gracias
al Cordero se eleva hasta llegar al trono mismo de Dios. Expresando este estado
de alegría celestial que la embarga y señalando su causa, la Iglesia canta en
el Pregón Pascual: “Exulten por fin los coros de los ángeles,/exulten las
jerarquías del cielo,/y por la victoria de Rey tan poderoso/que las trompetas
anuncien la salvación”. La Iglesia, la Esposa Mística del Cordero, que el
Viernes y el Sábado Santo lloraba en silencio la muerte de su Esposo, hoy llama
a la alegría a los ángeles del cielo y llama a estos a que toquen las trompetas
de la salvación. “Goce también la tierra,/inundada de tanta claridad,/y que,
radiante con el fulgor del Rey eterno,/se sienta libre de la tiniebla/que
cubría el orbe entero”. No solo el cielo, sino la tierra, es decir, los hombres,
que por el pecado de Adán habían caído en el pecado, debe alegrarse y esa
alegría le es comunicada por la luz y el fulgor que brotan del Ser divino del
Rey eterno, Cristo Jesús. “Alégrese también nuestra madre la Iglesia,/revestida
de luz tan brillante;/resuene este templo con las aclamaciones del pueblo”. El Cielo,
la tierra, pero también la Iglesia, debe exultar de alegría y en la Iglesia, revestida
de la luz de la gloria del Cordero, deben resonar las aclamaciones de alegría
de los redimidos por la Sangre del Cordero. “En verdad es justo y necesario/aclamar
con nuestras voces/y con todo el afecto del corazón/a Dios invisible, el Padre
todopoderoso,/y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo”. La Iglesia Santa
debe dar gracias a Dios Trino: al Padre, que por el Espíritu Santo, envió a su
único Hijo, Jesucristo, a ofrecerse en sacrificio por nuestra salvación. “Porque
él ha pagado por nosotros al eterno Padre/la deuda de Adán/y, derramando su
sangre,/canceló el recibo del antiguo pecado”. Jesús, el Segundo y definitivo
Adán, ha pagado con el precio altísimo de su Sangre Preciosísima la deuda del
Primer Adán, cancelando el pecado para siempre. “Porque éstas son las fiestas
de Pascua,/en las que se inmola el verdadero Cordero,/cuya sangre consagra las
puertas de los fieles”. En el Antiguo Testamento, el Ángel marcaba los dinteles
de las puertas de los hebreos con la sangre del cordero pascual, pero eso era
solo una figura de esta Pascua, en la que los labios de los integrantes del Nuevo
Pueblo Elegido son marcados con la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios y
por esta razón ésta es la Verdadera y Única fiesta de Pascuas, en las que se
inmola el Verdadero y Único Cordero Pascual, Jesucristo. “Ésta es la noche/en
que sacaste de Egipto/a los israelitas, nuestros padres,/y los hiciste pasar a
pie el mar Rojo”. En el Antiguo Testamento, los israelitas fueron sacados de la
esclavitud de Egipto y por el milagro del mar, atravesaron el Mar Rojo a pie,
pero era solo una figura de esta Pascua, en la que los bautizados en la Iglesia
Católica realizan su Paso, su Pascua, desde el pecado a la vida de la gracia,
atravesando el desierto de la vida e ingresando no en el Mar abierto en dos,
sino en el Costado abierto del Redentor, su Corazón traspasado por la lanza. “Ésta
es la noche/en que la columna de fuego/esclareció las tinieblas del pecado”. El
Pueblo Elegido se guiaba durante la noche por una nube de fuego, pero era solo
la figura del Fuego del Espíritu Santo, brotado del Corazón traspasado del
Salvador, que ilumina las almas de los hombres que viven “en sombras y
tinieblas de muerte”. “Ésta es la noche/en que, por toda la tierra,/los que
confiesan su fe en Cristo/son arrancados de los vicios del mundo/y de la
oscuridad del pecado,/son restituidos a la gracia/y son agregados a los santos”.
Por la brillante luz que brota del Santo Sepulcro en la Noche de Resurrección,
los que viven en el pecado son iluminados por esta luz santa y como es una luz
viva que concede la gracia, los que son iluminados por la luz que brota del Ser
divino trinitario de Jesús el Domingo de Resurrección, comienzan a vivir la
vida de la gracia y sus nombres se inscriben en el cielo. “Ésta es la noche/en
que, rotas las cadenas de la muerte,/Cristo asciende victorioso del abismo./¿De
qué nos serviría haber nacido/si no hubiéramos sido rescatados?”. En la noche
de Pascuas, la Iglesia observa, entre la admiración y el éxtasis, a su Esposo,
que asciende victorioso del Abismo, luego de haber vencido al Pecado, al
Demonio y a la Muerte, y después de haber roto las cadenas de la muerte que nos
cubrían, la Iglesia nos llama a alegrarnos por haber nacido por el bautismo a
la vida de hijos de Dios, ya que de nada vale nacer si se es solo hijo de Adán.
“¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!/¡Qué incomparable ternura y
caridad!/¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!”. La Santa Madre de
Iglesia se asombra y alaba, entre gritos de júbilo, la inmensa misericordia del
Padre, que por salvarnos a nosotros, los esclavos, entregó a la muerte en cruz
a su Único Hijo, el Señor Jesús. “Necesario fue el pecado de Adán,/que ha sido
borrado por la muerte de Cristo./¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”. Citando
a San Agustín, la Iglesia se alegra por el pecado de Adán, pero no por el
pecado en sí mismo, que jamás es motivo de alegría, sino porque por el pecado,
Dios Trino se compadeció de nuestra miseria y nos envió un tan maravilloso y
grandioso Redentor, el Hombre-Dios Jesucristo, el Verbo Eterno del Padre
encarnado en el seno de María Virgen. “¡Qué noche tan dichosa!/Sólo ella
conoció el momento/en que Cristo resucitó de entre los muertos”. La noche de
Pascua es una noche dichosa, de alegría, porque en esta noche se produjo el
Paso, la Pascua, de la muerte a la vida, de aquellos que estaban muertos al
pecado y ahora viven la vida de hijos de Dios, gracias a la luz de gloria que
brota de Jesús resucitado. “Ésta es la noche/de la que estaba escrito:/«Será la
noche clara como el día,/la noche iluminada por mi gozo»”. Era una noche
profetizada, una noche única, maravillosa, una noche que sería no oscura y
tenebrosa, sino clara como el día, porque habría de estar iluminada por un Sol
celestial, Cristo Jesús, que habría de iluminar el mundo con la luz de su
Resurrección, más potente y brillante que la luz de miles de millones de soles
juntos. “Y así, esta noche santa/ahuyenta los pecados,/lava las culpas,/devuelve
la inocencia a los caídos,/la alegría a los tristes,/expulsa el odio,/trae la
concordia,/doblega a los poderosos.”. Esta noche es santa porque la luz de la
gloria de Jesucristo infunde la vida de la gracia en las almas y así el pecado
desaparece, para dar lugar a todo tipo de dones y virtudes sobrenaturales; el
hombre se vuelve hijo de Dios y hermano de su prójimo y desaparece en él la
concupiscencia y la malicia del pecado, para dar lugar a que en su corazón
florezcan todo tipo de virtudes. “En esta noche de gracia/acepta, Padre Santo/
este sacrificio vespertino de alabanza/que la santa iglesia te ofrece/por medio
de sus ministros/en la solemne ofrenda de este cirio,/hecho con cera de abejas”.
La Iglesia le pide a Dios Padre que acepte, por manos de los sacerdotes
ministeriales, la ofrenda perfectísima de acción de gracias por una noche tan
santa y sublime, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús
resucitado, simbolizados en el Cirio Pascual. “Sabernos ya lo que anuncia esta
columna de fuego,/ardiendo en llama viva para gloria de Dios./Y aunque
distribuye su luz,/no mengua al repartirla,/porque se alimenta de esta cera
fundida,/que elaboró la abeja fecunda/para hacer esta lámpara preciosa”. La luz
que se reparte desde el Cirio Pascual, hecho con la cera de la noble abeja, no
disminuye al ser repartida y, por el contrario, ilumina toda la Iglesia: es
símbolo de la luz de Cristo Resucitado que, brotando de su Ser divino
trinitario el Domingo de Resurrección y atravesando su Cuerpo glorificado,
ilumina la Iglesia, las almas y todos los domingos de la historia, hasta el fin
del tiempo. Todos los Domingos, a partir de ahora, participarán de esta luz
celestial que nace del Cordero de Dios, la Lámpara de la Jerusalén celestial. “¡Qué
noche tan dichosa/en que se une el cielo con la tierra,/lo humano y lo divino!”.
La Noche de Pascuas es una noche admirable, porque se unen el cielo y la tierra,
lo humano y lo divino, porque el Rey de los cielos, Cristo Jesús, la Segunda Persona
de la Trinidad, une a sí a su Humanidad y la vivifica y la glorifica con su
gloria divina, de manera que a partir de Él, los hombres, que viven en la
tierra y están hechos de barro, serán divinizados y llenados de la gracia de
Dios al recibir su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía. “Te
rogamos, Señor, que este cirio,/consagrado a tu nombre,/arda sin apagarse/para
destruir la oscuridad de esta noche,/y, como ofrenda agradable,/se asocie a las
lumbreras del cielo./Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,/ese lucero
que no conoce ocaso/y es Cristo, tu Hijo resucitado,/que, al salir del
sepulcro,/brilla sereno para el linaje humano,/y vive y reina glorioso/por los
siglos de los siglos./Amén”. La Iglesia suplica a Dios Trino que el Cirio Pascual,
consagrado en honor de la Trinidad, “arda sin apagarse”, de modo que la Iglesia
toda viva en un día sin fin y las tinieblas del error, del pecado, de la ignorancia,
del cisma y de la herejía y también las tinieblas vivientes, desaparezcan para
siempre. Pero la luz del Cirio Pascual es sólo un símbolo de la Verdadera y
Eterna Luz que ilumina la Iglesia y las almas de los hombres, Cristo Jesús, el
Cordero de Dios, la Lámpara de la Jerusalén celestial, el Sol de justicia, ante
cuya claridad se disipan las tinieblas del pecado y de la muerte y las
tinieblas vivientes, los habitantes del Infierno, huyen de su Presencia y se
disipan, así como el humo se disipa con el viento, así como las tinieblas de la
noche se disipan con la luz del sol. La Iglesia pide que luz del Cirio Pascual,
que se enciende en la noche, permanezca encendida toda la noche, hasta la
llegada del lucero de la mañana, de manera que la estrella matinal lo encuentre
ardiendo y así se asocie a las estrellas del cielo. El verdadero lucero
matinal, que no conoce ocaso, que no se apaga nunca, es el Cordero de Dios,
Cristo Jesús, el Hijo Eterno del Padre, encarnado, muerto en la cruz y
resucitado, cuya luz gloriosa, que emana de su Ser divino trinitario y se transparenta
a través de su Cuerpo glorioso, Presente en la Eucaristía, brilla desde el
Altar Eucarístico y desde el Sagrario, iluminando a toda la Iglesia y reina
desde la Eucaristía, al igual que en su trono del cielo, por los siglos sin
fin, por toda la eternidad.
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