sábado, 31 de marzo de 2018

Domingo de Pascuas de Resurrección



(Ciclo B - 2018)

         Si en el Viernes y el Sábado Santo la Iglesia guardaba luto y hacía duelo por la muerte de su Señor, el Domingo de Resurrección, por el contrario, exulta de alegría y gozo y su canto de alabanzas y acción de gracias al Cordero se eleva hasta llegar al trono mismo de Dios. Expresando este estado de alegría celestial que la embarga y señalando su causa, la Iglesia canta en el Pregón Pascual: “Exulten por fin los coros de los ángeles,/exulten las jerarquías del cielo,/y por la victoria de Rey tan poderoso/que las trompetas anuncien la salvación”. La Iglesia, la Esposa Mística del Cordero, que el Viernes y el Sábado Santo lloraba en silencio la muerte de su Esposo, hoy llama a la alegría a los ángeles del cielo y llama a estos a que toquen las trompetas de la salvación. “Goce también la tierra,/inundada de tanta claridad,/y que, radiante con el fulgor del Rey eterno,/se sienta libre de la tiniebla/que cubría el orbe entero”. No solo el cielo, sino la tierra, es decir, los hombres, que por el pecado de Adán habían caído en el pecado, debe alegrarse y esa alegría le es comunicada por la luz y el fulgor que brotan del Ser divino del Rey eterno, Cristo Jesús. “Alégrese también nuestra madre la Iglesia,/revestida de luz tan brillante;/resuene este templo con las aclamaciones del pueblo”. El Cielo, la tierra, pero también la Iglesia, debe exultar de alegría y en la Iglesia, revestida de la luz de la gloria del Cordero, deben resonar las aclamaciones de alegría de los redimidos por la Sangre del Cordero. “En verdad es justo y necesario/aclamar con nuestras voces/y con todo el afecto del corazón/a Dios invisible, el Padre todopoderoso,/y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo”. La Iglesia Santa debe dar gracias a Dios Trino: al Padre, que por el Espíritu Santo, envió a su único Hijo, Jesucristo, a ofrecerse en sacrificio por nuestra salvación. “Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre/la deuda de Adán/y, derramando su sangre,/canceló el recibo del antiguo pecado”. Jesús, el Segundo y definitivo Adán, ha pagado con el precio altísimo de su Sangre Preciosísima la deuda del Primer Adán, cancelando el pecado para siempre. “Porque éstas son las fiestas de Pascua,/en las que se inmola el verdadero Cordero,/cuya sangre consagra las puertas de los fieles”. En el Antiguo Testamento, el Ángel marcaba los dinteles de las puertas de los hebreos con la sangre del cordero pascual, pero eso era solo una figura de esta Pascua, en la que los labios de los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido son marcados con la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios y por esta razón ésta es la Verdadera y Única fiesta de Pascuas, en las que se inmola el Verdadero y Único Cordero Pascual, Jesucristo. “Ésta es la noche/en que sacaste de Egipto/a los israelitas, nuestros padres,/y los hiciste pasar a pie el mar Rojo”. En el Antiguo Testamento, los israelitas fueron sacados de la esclavitud de Egipto y por el milagro del mar, atravesaron el Mar Rojo a pie, pero era solo una figura de esta Pascua, en la que los bautizados en la Iglesia Católica realizan su Paso, su Pascua, desde el pecado a la vida de la gracia, atravesando el desierto de la vida e ingresando no en el Mar abierto en dos, sino en el Costado abierto del Redentor, su Corazón traspasado por la lanza. “Ésta es la noche/en que la columna de fuego/esclareció las tinieblas del pecado”. El Pueblo Elegido se guiaba durante la noche por una nube de fuego, pero era solo la figura del Fuego del Espíritu Santo, brotado del Corazón traspasado del Salvador, que ilumina las almas de los hombres que viven “en sombras y tinieblas de muerte”. “Ésta es la noche/en que, por toda la tierra,/los que confiesan su fe en Cristo/son arrancados de los vicios del mundo/y de la oscuridad del pecado,/son restituidos a la gracia/y son agregados a los santos”. Por la brillante luz que brota del Santo Sepulcro en la Noche de Resurrección, los que viven en el pecado son iluminados por esta luz santa y como es una luz viva que concede la gracia, los que son iluminados por la luz que brota del Ser divino trinitario de Jesús el Domingo de Resurrección, comienzan a vivir la vida de la gracia y sus nombres se inscriben en el cielo. “Ésta es la noche/en que, rotas las cadenas de la muerte,/Cristo asciende victorioso del abismo./¿De qué nos serviría haber nacido/si no hubiéramos sido rescatados?”. En la noche de Pascuas, la Iglesia observa, entre la admiración y el éxtasis, a su Esposo, que asciende victorioso del Abismo, luego de haber vencido al Pecado, al Demonio y a la Muerte, y después de haber roto las cadenas de la muerte que nos cubrían, la Iglesia nos llama a alegrarnos por haber nacido por el bautismo a la vida de hijos de Dios, ya que de nada vale nacer si se es solo hijo de Adán. “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!/¡Qué incomparable ternura y caridad!/¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!”. La Santa Madre de Iglesia se asombra y alaba, entre gritos de júbilo, la inmensa misericordia del Padre, que por salvarnos a nosotros, los esclavos, entregó a la muerte en cruz a su Único Hijo, el Señor Jesús. “Necesario fue el pecado de Adán,/que ha sido borrado por la muerte de Cristo./¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”. Citando a San Agustín, la Iglesia se alegra por el pecado de Adán, pero no por el pecado en sí mismo, que jamás es motivo de alegría, sino porque por el pecado, Dios Trino se compadeció de nuestra miseria y nos envió un tan maravilloso y grandioso Redentor, el Hombre-Dios Jesucristo, el Verbo Eterno del Padre encarnado en el seno de María Virgen. “¡Qué noche tan dichosa!/Sólo ella conoció el momento/en que Cristo resucitó de entre los muertos”. La noche de Pascua es una noche dichosa, de alegría, porque en esta noche se produjo el Paso, la Pascua, de la muerte a la vida, de aquellos que estaban muertos al pecado y ahora viven la vida de hijos de Dios, gracias a la luz de gloria que brota de Jesús resucitado. “Ésta es la noche/de la que estaba escrito:/«Será la noche clara como el día,/la noche iluminada por mi gozo»”. Era una noche profetizada, una noche única, maravillosa, una noche que sería no oscura y tenebrosa, sino clara como el día, porque habría de estar iluminada por un Sol celestial, Cristo Jesús, que habría de iluminar el mundo con la luz de su Resurrección, más potente y brillante que la luz de miles de millones de soles juntos. “Y así, esta noche santa/ahuyenta los pecados,/lava las culpas,/devuelve la inocencia a los caídos,/la alegría a los tristes,/expulsa el odio,/trae la concordia,/doblega a los poderosos.”. Esta noche es santa porque la luz de la gloria de Jesucristo infunde la vida de la gracia en las almas y así el pecado desaparece, para dar lugar a todo tipo de dones y virtudes sobrenaturales; el hombre se vuelve hijo de Dios y hermano de su prójimo y desaparece en él la concupiscencia y la malicia del pecado, para dar lugar a que en su corazón florezcan todo tipo de virtudes. “En esta noche de gracia/acepta, Padre Santo/ este sacrificio vespertino de alabanza/que la santa iglesia te ofrece/por medio de sus ministros/en la solemne ofrenda de este cirio,/hecho con cera de abejas”. La Iglesia le pide a Dios Padre que acepte, por manos de los sacerdotes ministeriales, la ofrenda perfectísima de acción de gracias por una noche tan santa y sublime, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús resucitado, simbolizados en el Cirio Pascual. “Sabernos ya lo que anuncia esta columna de fuego,/ardiendo en llama viva para gloria de Dios./Y aunque distribuye su luz,/no mengua al repartirla,/porque se alimenta de esta cera fundida,/que elaboró la abeja fecunda/para hacer esta lámpara preciosa”. La luz que se reparte desde el Cirio Pascual, hecho con la cera de la noble abeja, no disminuye al ser repartida y, por el contrario, ilumina toda la Iglesia: es símbolo de la luz de Cristo Resucitado que, brotando de su Ser divino trinitario el Domingo de Resurrección y atravesando su Cuerpo glorificado, ilumina la Iglesia, las almas y todos los domingos de la historia, hasta el fin del tiempo. Todos los Domingos, a partir de ahora, participarán de esta luz celestial que nace del Cordero de Dios, la Lámpara de la Jerusalén celestial. “¡Qué noche tan dichosa/en que se une el cielo con la tierra,/lo humano y lo divino!”. La Noche de Pascuas es una noche admirable, porque se unen el cielo y la tierra, lo humano y lo divino, porque el Rey de los cielos, Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, une a sí a su Humanidad y la vivifica y la glorifica con su gloria divina, de manera que a partir de Él, los hombres, que viven en la tierra y están hechos de barro, serán divinizados y llenados de la gracia de Dios al recibir su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía. “Te rogamos, Señor, que este cirio,/consagrado a tu nombre,/arda sin apagarse/para destruir la oscuridad de esta noche,/y, como ofrenda agradable,/se asocie a las lumbreras del cielo./Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,/ese lucero que no conoce ocaso/y es Cristo, tu Hijo resucitado,/que, al salir del sepulcro,/brilla sereno para el linaje humano,/y vive y reina glorioso/por los siglos de los siglos./Amén”. La Iglesia suplica a Dios Trino que el Cirio Pascual, consagrado en honor de la Trinidad, “arda sin apagarse”, de modo que la Iglesia toda viva en un día sin fin y las tinieblas del error, del pecado, de la ignorancia, del cisma y de la herejía y también las tinieblas vivientes, desaparezcan para siempre. Pero la luz del Cirio Pascual es sólo un símbolo de la Verdadera y Eterna Luz que ilumina la Iglesia y las almas de los hombres, Cristo Jesús, el Cordero de Dios, la Lámpara de la Jerusalén celestial, el Sol de justicia, ante cuya claridad se disipan las tinieblas del pecado y de la muerte y las tinieblas vivientes, los habitantes del Infierno, huyen de su Presencia y se disipan, así como el humo se disipa con el viento, así como las tinieblas de la noche se disipan con la luz del sol. La Iglesia pide que luz del Cirio Pascual, que se enciende en la noche, permanezca encendida toda la noche, hasta la llegada del lucero de la mañana, de manera que la estrella matinal lo encuentre ardiendo y así se asocie a las estrellas del cielo. El verdadero lucero matinal, que no conoce ocaso, que no se apaga nunca, es el Cordero de Dios, Cristo Jesús, el Hijo Eterno del Padre, encarnado, muerto en la cruz y resucitado, cuya luz gloriosa, que emana de su Ser divino trinitario y se transparenta a través de su Cuerpo glorioso, Presente en la Eucaristía, brilla desde el Altar Eucarístico y desde el Sagrario, iluminando a toda la Iglesia y reina desde la Eucaristía, al igual que en su trono del cielo, por los siglos sin fin, por toda la eternidad.

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