“Ustedes
tienen que renacer de lo alto” (Jn 3,
7b-15). Hablando con Nicodemo, Jesús le revela que el cristiano “debe renacer
de lo alto” y acto seguido le dice indirectamente en qué consiste ese renacimiento
de lo alto: es un nacimiento nuevo, distinto al nacimiento biológico, porque es
un nacimiento producido por la acción del Espíritu Santo, al cual compara con
el viento: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de
dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del
Espíritu”. Con este ejemplo gráfico del Espíritu con el viento, entonces puede
decirse que el cristiano es como la hoja de un árbol: cuando no hay viento, la
hoja está quieta, inmóvil, como si no tuviera vida, pero cuando “sopla el
viento donde quiere”, entonces la hoja se mueve, como cobrando vida: es el
corazón del cristiano que, ante el soplo del Santo Espíritu de Dios, vibra con
la vida nueva de la gracia, dejando atrás las obras muertas del hombre viejo.
“Ustedes
tienen que renacer de lo alto”. Este “renacer de lo alto” es absolutamente
imprescindible para poder vivir los misterios sobrenaturales que implican el
ser cristianos; de lo contrario, el cristiano permanece cristiano solo
nominalmente, sin dar crédito –sin entender- en qué consiste el verdaderamente
ser cristiano, limitándose a vivir una vida puramente natural, moralmente buena
con toda seguridad, pero puramente natural, porque no ha comprendido que el
bautismo sacramental lo ha insertado en un Cuerpo Vivo, el Cuerpo Místico del
Hombre-Dios, que está animado por el Espíritu Santo, Alma y Vida de este Cuerpo
Místico, así como el alma es la vida del cuerpo. A esta incomprensión de lo que
significa el ser cristiano es a lo que Jesús se refiere cuando dice: “Si no
creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo creerán cuando les
hable de las cosas del cielo?”. Es necesario el renacer de lo alto, del
Espíritu Santo, para poder comenzar a vivir la vida de la gracia, que hace
participar en la vida divina trinitaria y hace que el alma comprenda a Dios
como Dios se comprende a sí mismo y que ame a Dios como Dios se ama a sí mismo.
Esta nueva intelección y esta nueva capacidad de amar, dadas por la gracia, es
lo que le permite al cristiano, además de vivir ya no solo con su vida natural,
sino con la vida de la Trinidad, el comprender –aun en la nebulosa de lo que
significan, porque nunca se comprende totalmente, incluso con la ayuda de la
gracia- los misterios de la vida de Jesús, como por ejemplo, que Él, “que ha
bajado del cielo”, deba ser “levantado en alto para atraer a todos hacia sí
para que reciban la vida eterna”: “Nadie ha subido al cielo, sino el que
descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma
manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es
necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que
creen en él tengan Vida eterna”.
“Ustedes
tienen que renacer de lo alto”. Si no se renace de lo alto, si el Espíritu no
proporciona al alma la participación en el Intelecto y el Querer de Dios Trino,
no se entiende el Sacrosanto Misterio de la Cruz y mucho menos su renovación
incruenta y sacramental, el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa.
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