lunes, 23 de diciembre de 2019

Octava de Navidad 2019 2


Resultado de imagen de la adoracion de los magos

          En la gran mayoría de las representaciones artísticas del Niño de Belén, se lo representa a éste como emitiendo luz de su humanidad, de su ser. Tanto es así, que en algunas representaciones pictóricas, la luz que ilumina toda la escena, que está por lo general a oscuras, proviene sólo del Niño de Belén. ¿Por qué sucede esto? ¿Se trata sólo de la imaginación piadosa de los pintores que retrataron la escena? ¿O por el contrario, existe alguna razón oculta que justifica la luz que emite el Niño Dios?
          Para encontrar la respuesta, debemos meditar en el Evangelio de Nochebuena, que dice así: “La Palabra era Dios (...) ella era la vida y la vida era la luz de los hombres (...) la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la percibieron” (cfr. Jn 1, 1-8). Es decir, según el Evangelio, “la Palabra”, que es el Niño de Belén, “era Dios” y esa Palabra, en cuanto Dios, era “la vida y la luz de los hombres”, una luz que “brilla en las tinieblas” pero que “no es percibida” por estas. El Evangelio nos quiere decir que el Niño Dios es Luz y Luz eterna; en cuanto luz divina, celestial, sobrenatural, es una luz viva, con vida divina y no una luz inerte, como la luz física y material; el Niño Dios es la Palabra, es luz y es vida divina para los hombres y en cuanto luz divina, disipa las tinieblas en las que vivimos inmersos y ésa es la razón última de porqué en las pinturas navideñas del Pesebre, el Niño aparece irradiando luz: porque es el Niño Dios, que es luz y luz eterna.
          La luz que irradia el Niño no es entonces una derivación de la imaginación de los artistas, sino una consecuencia natural del Ser divino trinitario del Niño Dios, que de Dios Inaccesible e Invisible que era, se encarnó en María Santísima y nació en Belén, según el Evangelio: “El Verbo se encarnó y habitó entre nosotros”.
          Ahora bien, este Verbo de Dios que se encarna es, como dijimos, luz, porque así lo dicen las Sagradas Escrituras: “Dios es luz”[1] y así lo proclama la Iglesia en Nochebuena: “La Palabra era Dios (...) y era luz”. Entonces, la luz que se irradia de la corporeidad del Niño de Belén no solo no proviene de la imaginación de los artistas, ni tampoco es una luz natural: es una luz de origen celestial, sobrenatural, eterna, que proviene del Acto de Ser divino trinitario del Niño de Belén. Por esta razón, todo aquel que contempla al Niño de Belén, es iluminado por este Niño con una luz que no es de la tierra, sino del cielo, porque es la luz misma de Dios Uno y Trino. Esto no es indiferente porque de manera análoga a como la luz natural concede una visión del mundo que no se tiene cuando se está en tinieblas, de la misma manera, quien está iluminado por el Niño de Belén, es iluminado por Cristo Dios y ya no está más en tinieblas, sino que el mismo Dios lo ilumina con su luz celestial.
          Cuando contemplemos las imágenes del Niño Dios, con la luz que se irradia de su Cuerpo, pensemos que ese Niño es Dios, que es Luz Eterna e Inaccesible y que viene a nuestro mundo para iluminar nuestras tinieblas con su luz inmaculada, pura, celestial y que al mismo tiempo que nos ilumina, nos da su vida, que es la vida divina de dios Trino, tal como lo dice el Evangelio: “La luz era Dios (...) ella era la vida y la vida era la luz de los hombres...”. El Niño Dios es luz y es vida y es el Dios que da la vida, no solo la creatural, sino la vida divina, que es su propia vida y al dar su vida, que es luz, al mismo tiempo que ilumina, vivifica. Quien contempla con fe al Niño de Belén, no solo recibe de Él su luz, sino también su vida divina.
Y este mismo Niño Dios, que ilumina y vivifica con la vida divina a quien lo contempla con fe y con amor en el Pesebre, también iluminará y dará la vida divina, con mucha mayor intensidad, a quien lo reciba con fe y con amor en la Eucaristía.
          El Niño Dios, Cristo Jesús, el Hijo eterno del Padre nacido en Belén, Casa de Pan, prolonga su encarnación y nacimiento en la Nueva Belén, el altar eucarístico, para venir a nosotros como Pan de luz divina que da la vida eterna.




[1] 1, 5.

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