Durante la Última Cena, que es al mismo tiempo la Primera
Misa realizada en la historia, Jesucristo, que es el Sumo y Eterno Sacerdote,
deja a su Iglesia Naciente el más grande don que pueda realizar: el don de su
Cuerpo y de su Sangre, contenidos en la Sagrada Eucaristía. El amor de Jesús
por su Iglesia, por su Cuerpo Místico, es tan grande, que aunque Él deba morir
y pasar de esta vida a la vida eterna, por medio del Santo Sacrificio de la
Cruz, Él dejará a su Iglesia el don de Sí mismo, su Cuerpo y su Sangre
glorificados en la Eucaristía. Es decir, si bien Jesús resucitará y ascenderá
glorificado al Cielo, regresando así al seno del Eterno Padre, de donde vino,
al mismo tiempo, se quedará entre nosotros, en la Sagrada Eucaristía,
cumpliendo así su promesa de quedarse con nosotros, todos los días, hasta el
fin del mundo: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
Para que esta promesa se cumpla, Jesús instituye también en la Última Cena el
sacerdocio ministerial, distinto al sacerdocio común de los bautizados,
mediante el cual su Esposa Mística, la Iglesia Católica, será capaz de
convertir el pan y el vino del altar en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de
Dios, Cristo Jesús. Por esta razón, mientras exista el sacerdocio ministerial –que
obtiene todo su poder al participar el sacerdote, por su ordenación, del poder
de Jesús Sumo y Eterno Sacerdote-, seguirá existiendo la Presencia Sacramental
de Jesucristo, el Hombre-Dios, en medio de su Iglesia, la Única Iglesia
Verdadera del Único Dios verdadero, Dios Uno y Trino.
En tiempos de desolación, como el que estamos viviendo, pero
también en tiempos de consolación, acudamos entonces al sagrario, para adorar,
postrados, la Presencia Sacramental del Cordero de Dios, Cristo Jesús, quien
está con nosotros y seguirá estando con nosotros, hasta el fin del mundo, en la
Sagrada Eucaristía.
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