Solemnidad del
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
(Ciclo
B – 2021)
El origen de la Procesión de Corpus Christi se encuentra en
dos milagros, uno más conocido que el otro, pero son dos milagros. El primero,
tiene como protagonista a una monja de clausura,[1] la
beata Juliana de Lieja (llamada también de Monte Cornillon o de Fosses):
sucedió que en el año 1208, Juliana, una monja de un monasterio de religiosas
agustinas de Lieja, muy devota del Santísimo Sacramento, una noche vio en
sueños una especie de luna llena, pero como carcomida y negra en uno de sus
sectores, repitiéndose esta visión varias veces. Al cabo de dos años de
oraciones y penitencias, Nuestro Señor le reveló que el disco luminoso
significaba el ciclo de fiestas litúrgicas, y que el espacio vacío y oscuro lo
era por la falta de una solemnidad importante, la de Santísimo Sacramento. En
1240, Roberto, obispo de Lieja, promulgó un decreto estableciendo la fiesta en
su diócesis, para que se celebrara el segundo Domingo después de Pentecostés[2].
En 1251 el legado papal cardenal Hugues de Saint-Cher inauguró la fiesta en
Lieja. En adelante se celebraría el jueves después de la octava de pentecostés.
En 1264, el papa Urbano IV extendió la celebración a toda la Iglesia[3].
Sin embargo, el decreto papal permaneció durante cincuenta años como letra
muerta. Sólo cuando el papa Clemente V confirmó el decreto de su predecesor y
Juan XXII lo publicó en 1317, la nueva fiesta encontró un lugar seguro en el
calendario.
El otro origen de la Festividad de Corpus Christi se
encuentra en un milagro eucarístico, conocido como el “Milagro Eucarístico de Bolsena” –localidad italiana al norte
de Roma- y ocurrió en el año 1263, en un período difícil de la Iglesia, puesto
que circulaban muchas doctrinas heréticas contrarias a la enseñanza de la
Iglesia. El sacerdote Pedro de Praga era un buen hombre, de grandes virtudes,
pero a causa de esas corrientes ideológicas que se desataron por aquel tiempo, comenzó
a tener grandes dudas sobre la presencia física –real, verdadera y substancial-
de Jesús en la Eucaristía. Luego de separarse de la Iglesia Católica -no creía
en la transubstanciación- se arrepintió y buscó su reingreso en la Iglesia,
peregrinando desde Alemania a Roma para orar ante las tumbas de san Pedro y san
Pablo y así mostrar su arrepentimiento, haciéndoselo saber a las autoridades
eclesiásticas. En su viaje el sacerdote llegó a Bolsena y decidió alojarse
allí. En esta ciudad le solicitaron insistentemente celebrar una Misa, ya que
debido a la persecución religiosa en dicho lugar eran escasos los sacerdotes.
Pedro de Praga accedió y pidió hacerlo al día siguiente en la capilla de Santa
Cristina, una niña mártir de los primeros tiempos de la Iglesia. Al amanecer,
en el momento de la consagración, nuevamente dudó, pero tuvo como respuesta uno
de los más grandes milagros eucarísticos de la historia de la Iglesia: después
de pronunciar las palabras “Esto es mi cuerpo”, cuando elevó la Hostia sobre su
cabeza, lo que había sido hasta entonces pan sin levadura se convirtió en carne
–en realidad, músculo cardíaco vivo-, la cual, como estaba fresca y viva, empezó
a sangrar profusamente, cayendo la sangre sobre el corporal, además de que el
vino contenido en el cáliz se convirtió en sangre.
El
sacerdote, asombrado y no sabiendo exactamente qué hacer, envolvió la hostia en
el corporal, lo dobló y lo dejó en el altar sin percatarse de las gotas de
sangre que habían caído en el piso de mármol, junto al altar. Estas gotas
impregnaron el mármol, por lo que luego se recortó el mármol y se lo puso en un
relicario, en donde puede venerarse la sagrada reliquia hasta nuestros días, en
recuerdo del asombroso milagro eucarístico. El padre Pedro inmediatamente fue a
contar lo que le había sucedido al Papa Urbano IV, en ese tiempo residente en
Orvieto, a poca distancia de Bolsena. El pontífice mandó a un obispo al lugar
para poder verificarlo, así como traer a Orvieto la Hostia Sagrada y el
corporal. Cuando el Papa Urbano vio aquel milagro eucarístico, se arrodilló al
ver al Señor convertido ante él, en forma física. En el balcón del palacio
papal Lo elevó reverentemente y se lo mostró a las personas de la ciudad,
proclamando que el Señor realmente había visitado su pueblo y declaró que el
milagro eucarístico de Bolsena realmente había disipado las herejías que habían
estado extendiendo por Europa. En la catacumba de Santa Cristina se conserva la
hostia convertida en carne, mientras que en Orvieto se conservan el corporal
sobre el que se derramó la sangre emanada.
De
esta manera, el milagro eucarístico de Bolsena confirmó, de forma visible y
sensible, lo que el Catecismo y el Magisterio de la Iglesia nos enseñan, que en
la consagración, por las palabras de la consagración, se produce el milagro de
la transubstanciación, por el cual el pan se convierte en el Cuerpo y el vino
en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. En cada Santa Misa se renueva,
invisible e insensiblemente, es decir, sin poder ser captados por los sentidos,
lo que sucedió en el milagro de Bolsena: el pan se convierte en el Cuerpo de
Jesús y por eso lo que comulgamos no es pan sino músculo cardíaco, el Corazón
de Jesús, y el vino se convierte en la Sangre de Jesús y por eso lo que bebemos
del cáliz no es vino sino la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús. Que
nuestros corazones sean como el altar de Bolsena, en donde repose el Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús y que nuestras almas sean como el mármol del piso
del milagro, que quedó impregnado con la Sangre de Jesús y que así nuestras
almas queden impregnadas con la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios, Jesús
Eucaristía.
[3] El Papa Urbano
IV se ocupó casi exclusivamente en la labor de escribir la bula papal,
“Transiturus”, la cual fue publicada el 11 de agosto de 1264. Con esa bula
instituyó la fiesta de Corpus Christi
en honor del Santísimo Sacramento, la Eucaristía. Clemente V, en 1311, la declaró obligatoria
para toda la cristiandad, y Juan XXII; en 1316, la completó con una Octava
privilegiada y una solemne Procesión.
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