“Si
no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los
cielos” (cfr. Mt 5, 20-26). Una
condición que pone Jesús para entrar en el Reino de los cielos es “ser mejores”
que los escribas y fariseos. Para saber de qué manera podemos ser mejores,
debemos reflexionar en qué es aquello en lo que los fariseos “no eran mejores”.
En otras palabras, ¿en qué fallaban los escribas y fariseos, si ellos eran
hombres de religión y, en teoría, eran buenos? Ante todo, hay que considerar el
hecho de que pertenecer a una religión y el practicar la religión, al menos
exteriormente, no significa que la persona sea “buena”, ni mucho menos “santa”.
Esto último, el que la persona que profesa una religión sea buena o santa, lo
sabe sólo Dios, quien es el que lee los corazones y no se fija en las
apariencias. Precisamente, con relación a los fariseos, Jesús no les reprocha
su condición de religiosos, de ser hombres de religión: les reprocha el hecho
de que no son coherentes, con sus acciones, con la religión que profesan. Es decir,
ellos profesan una religión monoteísta, que cree en Dios Uno y cuyo Primer
Mandamiento, el más importante de todos, manda “Amar a Dios y al prójimo como a
uno mismo”, pero no ponen en práctica ese mandamiento, porque sólo les
interesa, de la religión, el poder y el ser reconocidos –les gusta ser
saludados en las plazas y sentarse en los primeros lugares- y descuidan el amor
hacia el prójimo, empezando por los padres –declaran sagrada la ayuda a los
padres, para no tener que ayudarlos y así quedarse con el dinero del templo- y
es esto lo que denuncia Jesús y les reprocha. Entonces, no aman a Dios, porque
se aman a sí mismos y tampoco aman al prójimo, porque aman al dinero, lo cual
les vale el ser calificados por Jesús como “sepulcros blanqueados”.
Al
considerar los errores de los escribas y fariseos, nosotros, los cristianos,
debemos estar muy atentos a no cometer los mismos errores, porque no por ser
bautizados y asistir a Misa y comulgar, eso significa que somos buenos y
santos, porque si no ponemos en práctica el Mandamiento Nuevo del Amor de
Jesucristo –“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”-, entonces somos
sepulcros blanqueados, como los escribas y fariseos.
Que
el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que se derrama en nuestros
corazones en cada Comunión Eucarística, nos permita amar a Dios y al prójimo
como nos amó Cristo, hasta la muerte de cruz y con el Amor de Dios, el Espíritu
Santo.
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