“Por la entrañable
misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto, para
iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1, 67-79). Al
finalizar el Adviento, y a horas de la conmemoración litúrgica del evento más
trascendente en la historia de la Humanidad, el Nacimiento del Verbo de Dios
hecho carne, la Iglesia nos da para meditar el Cántico de Zacarías –llamado
“Benedictus”-, en el que se expresa el júbilo, la alegría, el gozo, por el
Nacimiento y próxima llegada del Mesías y por este motivo, la meditación del
“Benedictus” nos ayuda para vivir la Navidad en el Querer de Dios y no según
los dictados del mundo.
En este cántico se
habla de un “Sol que nace de lo alto”, el cual iluminará “a los que viven en
tinieblas y en sombras de muerte” y ésa es la causa de la alegría expresada en
el cántico, alegría a la que estamos llamados a unirnos en Nochebuena.
Zacarías habla del
Mesías, que nacerá como Niño; ese Mesías es el Niño Dios, que es “Sol” porque
es Luz y Luz eterna puesto que procede eternamente del Padre y es por eso que
en el Credo se dice: “Dios de Dios, Luz de Luz”: el Niño que nace en Belén es
Dios y en cuanto Dios es Luz, ya que su Ser trinitario es luminoso. El Niño que
nace en Belén es Dios y es Luz eterna, y por esto es llamado “Sol”, pero dice
Zacarías que un sol que “nace de lo alto”, porque como Dios Hijo que es,
procede eternamente “de lo alto”, es decir, del seno eterno de Dios Padre. Este
Niño es Dios, es Luz y es Sol y su Nacimiento en medio de la Noche de Belén
iluminará al mundo con un resplandor más intenso que la luz de miles de
millones de soles juntos. Pero la luz de la Nochabuena no solo ilumina, porque
la luz que irradia el Sol Niño Dios no es una luz sin vida, inerte, como la luz
artificial o la del sol, sino que se trata de una luz que es Vida Increada en
sí misma, que transmite de su vida a quien ilumina y así el que es iluminado
por el Niño Sol Dios, recibe de Él la vida eterna.
El hecho de ser Luz
eterna, Luz que es Vida Increada en sí misma, es lo que explica la otra
afirmación del “Benedictus”, la de que el “Sol que nace de lo alto” iluminará
“a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”. Las “tinieblas y sombras
de muerte” no se refieren a un estado cosmológico, es decir, no se refieren a
la noche cósmica, la que sobreviene en el planeta tierra cuando se oculta el
sol; se refieren a los ángeles caídos, los enemigos mortales del hombre, las
“potestades de los aires” de las que habla San Pablo (cfr. Ef 6, 12-13). Las
“tinieblas y sombras de muerte” son los ángeles rebeldes, aquellos que libre y
voluntariamente decidieron no amar al Amor y no someterse a sus amorosos
designios; son aquellos que, ahora y para siempre, viven separados del Amor
Divino, Amor que es Luz y Vida y por lo tanto, viven envueltos en el odio, en
las tinieblas y en la muerte, y son sus propagadores. La razón de la alegría
del Benedictus es que el Niño que nace en Belén es Dios y por lo tanto es Amor,
es Vida y es Luz, y con su sola Presencia derrota para siempre a estos ángeles
perversos, haciéndolos soltar la presa de sus garras, las almas de los hombres,
concediéndoles la liberación y alimentándolos con su Ser divino trinitario, Ser
que es Amor, Luz, Vida y Alegría.
“Por la entrañable
misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto, para
iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”. Como Iglesia, en
Adviento, también nosotros entonamos con júbilo el Cántico de Zacarías, el
Benedictus, porque esperamos con ansias al Niño Dios, “el Sol que nace de lo
alto”, el Amor que procede del Padre, que por la entrañable y amorosa Misericordia
Divina viene a nuestro mundo como Niño recién nacido en Belén, para librarnos
de las tinieblas y de las sombras de muerte, para conducirnos, luego de esta
vida terrena, a su Reino, el Reino de Luz, Justicia, de Amor, de Paz, de
Alegría, de Vida eterna.
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