“Ningún
profeta es bien recibido en su tierra” (Lc 4,24-30). Debido a que
Jesús es Dios Hijo encarnado, sabe con absoluta precisión lo que sucederá en el
futuro –en su Ser eterno, toda la historia de la humanidad está ante sus ojos,
como en un eterno presente-, les profetiza a los asistentes de la sinagoga qué
es lo que harán con Él cuando termine su enseñanza: “Ningún profeta es bien
recibido en su tierra”. En efecto, cuando Jesús finalice su intervención en la
sinagoga, todos sus concurrentes -“enfurecidos”, dice el Evangelio-, intentarán
nada menos que quitarle la vida, llevándolo fuera hasta el borde del precipicio
para despeñarlo, aunque no lo conseguirán.
Ahora
bien, ¿qué es lo que les dice Jesús, que motiva tanta furia? Jesús les trae a
la memoria dos ejemplos de favores divinos realizados a paganos y no a miembros
del Pueblo Elegido: el del profeta Elías, enviado a una viuda de Sarepta, y el
del profeta Eliseo, a través del cual recibe la curación de su lepra Naamán el
sirio. La razón por la cual estos paganos reciben el favor divino radica en la
disposición de sus corazones para recibir a los enviados, por un lado y, por
otro, en la posesión y práctica de virtudes que hacen a la esencia de la religión.
La viuda de Sarepta demuestra poseer un corazón misericordioso para con el
prójimo, pues da al profeta de lo que tiene para su subsistencia, y con esto
realiza la obra de misericordia que dice: “Dar refugio al peregrino”; a su vez,
el sirio Naamán demuestra, además de fe en el verdadero Dios –paradójicamente,
a pesar de ser pagano-, el don de la piedad y el temor hacia Dios, pues obedece
–aunque es cierto que, al menos al inicio, con algo de reticencia- las
indicaciones de Eliseo de sumergirse en el río siete veces para obtener su
curación. En definitiva, ambos paganos, la viuda de Sarepta y Naamán el sirio
demuestran amor al prójimo y amor a Dios, respectivamente, y así cumplen el
primer Mandamiento de la Ley de Dios, el más importante de toda la ley y el que
resume y concentra toda la Ley: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al
prójimo como a uno mismo”. Y puesto que el que verdaderamente ama a Dios y al
prójimo es también justo, hacen sus almas semejantes a Dios al poseer caridad y
justicia, con lo cual Dios se complace en sus almas al ver que en ellas hay una
semejanza de Sí mismo, que es Amor Eterno y Justicia infinita, con lo cual les
concede su favor. Jesús les hace ver a los asistentes de la sinagoga que lo
vale el favor de Dios a un alma, no es la mera pertenencia al Pueblo Elegido,
sino ante todo que esa alma sea una imagen suya, es decir, que sea justa y
caritativa. Al enfurecerse contra Jesús por sus palabras, los asistentes a la
sinagoga sólo confirman lo que Jesús les estaba diciendo. Puesto que los
bautizados en la Iglesia Católica formamos el Nuevo Pueblo Elegido, debemos
tomar la enseñanza de Jesús como dirigida directamente a nosotros, por lo que
necesitamos ejercitarnos en la misericordia y la piedad, si es que queremos
recibir el favor de Dios.
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