(Domingo
IV - TC - Ciclo C – 2016)
“Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Lc 15, 1-3. 11-32). En la parábola del
hijo pródigo se representa el itinerario espiritual del alma que cae en pecado
y que luego, recibiendo el don de la conversión, acude al Sacramento de la Penitencia
para volver al estado de gracia. Cada personaje y cada elemento de la parábola,
remite a una realidad espiritual: así, Dios Padre es el dueño de la estancia; la
casa del Padre –la estancia- y todos los bienes que posee, son el estado de
gracia en el alma, por la cual le vienen al alma toda clase de bienes, además
de ser constituida como hija adoptiva de Dios; el hijo pródigo es el alma que,
cediendo a la tentación y a las seducciones del mundo, olvida a Dios, que es su
Padre por el bautismo, sin importarle su filiación divina adoptiva; la fortuna
dilapidada es la gracia; el país extranjero, en el que el hijo pródigo gasta su
fortuna, es la vida mundana, atea, agnóstica, alejada de Dios, de la oración,
de la fe, de los sacramentos y del Amor de Dios, que es reemplazado por el amor
del mundo y sus atractivos; los banquetes a los que asiste luego de abandonar
la casa paterna, representan la satisfacción de las pasiones por medio del
hedonismo y el materialismo; el hambre que experimenta luego de consumidos los
banquetes, representa el efecto del pecado en el alma: aunque en un primer
momento el alma, que sucumbió a la tentación y cometió el pecado, pareciera
quedar satisfecha al complacer la concupiscencia, muy pronto comienza a
experimentar el vacío del Amor de Dios,
que ya no está más con ella, además del sabor amargo de la concupiscencia
satisfecha, sumada a la ausencia de paz, porque cuando el alma pierde la
gracia, pierde la paz que sólo da Jesucristo: “Mi paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27); la estadía en el país
extranjero y la posterior decisión de regresar a la casa del Padre, representa
la reflexión que –producto de la gracia- sobreviene en el alma luego del pecado;
a esta reflexión le sigue luego la contrición, es decir, el verdadero
arrepentimiento y dolor de los pecados, que consiste en tomar conciencia de la
malicia del pecado, que se contrapone a la bondad y misericordia infinita de
Dios. La contrición o verdadero arrepentimiento está representada en la
parábola en la reflexión que hace el hijo pródigo, la que lo lleva luego a “levantarse
para ir a la casa del padre” para pedirle perdón. Se trata de una verdadera
contrición, del dolor profundo del corazón del hijo que se duele por haber
ofendido, con su malicia, la bondad de su padre y esto está representado en la
parábola, porque si bien el hijo pródigo se recuerda de los bienes que poseía
en la casa de su padre, sin embargo no se lamenta por la pérdida de los bienes
materiales, sino que su dolor se origina por haber abandonado a su padre y este
dolor está representado en la frase: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti”.
Se trata de un dolor profundo, espiritual, por cuanto el hijo pródigo se
arrepiente por haber abandonado a su padre, pecando al mismo tiempo contra el
cielo, al faltar al Cuarto Mandamiento. Es un indicativo de la contrición del
corazón, porque significa el alma a la que le duele el haber ofendido a Dios,
que es Padre amoroso, y no tanto por haber perdido el cielo. A su vez, la
actitud del padre de la parábola, que consiste en abrazarlo, en no reprocharle
ni el abandono de la casa paterna, ni la dilapidación de su fortuna,
organizando para él una fiesta para celebrar su regreso, representan el perdón
y el Amor misericordioso de Dios que se nos ofrece por la Sangre de Jesús
vertida en su sacrificio en cruz y se nos derrama en el Sacramento de la
Penitencia. El ternero cebado, que es lo más preciado que tiene el padre y que sacrifica para celebrar el regreso del hijo pródigo, representa a Jesús, el Cordero de Dios "como degollado" (cfr. Ap 5, 1-14), que es lo que el Padre más ama desde la eternidad y que Él ofrece a las almas en el banquete escatológico, la Santa Misa, como manjar exquisito, super-substancial, para celebrar el regreso de sus hijos pródigos -nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica-. Las vestimentas de fiesta, el anillo y las sandalias, indican que
el alma recobra su condición y su dignidad de hija de Dios por la gracia
recibida en la Confesión sacramental. La frase que el padre pronuncia: “Este
hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”, representan a los dos estados
del alma: con pecado mortal –“estaba muerto” y se dice así porque el alma muere
a la vida de la gracia, aun cuando la persona se desplace, respire, hable; está
muerta a la vida de Dios y por eso se llama “pecado mortal”- y en estado de
gracia –“ha vuelto a la vida”-, porque la gracia concede una vida nueva al
alma, que es la vida misma de Dios Uno y Trino.
“Este
hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”. La misma alegría y la misma
dicha que experimenta el padre de la parábola al ver regresar a su hijo, que
estaba perdido, la experimenta Dios Padre cada vez que un alma, respondiendo a
la gracia de la conversión, se duele en su corazón por haber ofendido a Dios y
se confiesa sus pecados con una contrición perfecta, es decir, con el dolor que
se produce no por el temor al castigo, sino por haberse comportado como un hijo
malo que ha ofendido a su Padre Dios, infinitamente bueno y misericordioso. Como
pecadores que somos, la Iglesia nos pone esta parábola en el tiempo de Cuaresma
–además estamos en el Año de la Misericordia- para que nos reconozcamos en el
hijo pródigo y para que, meditando acerca del Amor misericordioso de Dios
materializado en Cristo Jesús, nos acerquemos al Sacramento de la Penitencia
para así experimentar el abrazo y la ternura de Dios Padre. La
confesión sacramental es el acto propio del hijo pródigo que regresa a su Padre
Dios, siendo bienvenido por Él y recibiendo de Él el beso de la paz, y la
garantía de su perdón y de su Amor es la Sangre de Cristo derramada en la cruz.
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