(Domingo
XVI - TO - Ciclo B – 2021)
“Vengan conmigo a un lugar solitario, para que descansen un
poco” (Mc 6, 30-34). Jesús y sus
discípulos se encuentran en una situación que demanda mucha actividad física,
mucha atención a la gente, la cual no para de “ir y venir” en gran cantidad: “eran
tantos los que iban y venían, que no les daban tiempo ni para comer”. Con toda
seguridad, la multitud ya había escuchado, visto, oído, acerca de la sabiduría
divina de Jesús y sus milagros, propios de un Dios y puesto que la humanidad,
desde la caída de Adán y Eva, se encuentra inmersa en la oscuridad del pecado,
en las tinieblas del error y en el dolor de la enfermedad y la muerte, al
anoticiarse de que hay un hombre santo, un profeta, un hombre a quien Dios
acompaña con sus signos, un hombre que hace milagros asombrosos, que cura todo
tipo de enfermedades, que expulsa a los demonios con el solo poder de su voz,
que multiplica panes y peces, que resucita muertos, entonces la gente acude
adonde se encuentra este hombre, que no es otro que el Hombre-Dios, Jesucristo,
el Hijo de Dios encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth.
Ahora bien, este ir y venir de la multitud, este incremento
incesante de la cantidad de gente que acude a Jesús en busca de su sabiduría,
de su palabra, de su poder, de sus milagros, es tal, que no les deja tiempo, ni
a Jesús ni a sus discípulos, ni siquiera “para comer”. Es por esta razón que Jesús
decide hacer una pausa en medio de tanto ir y venir y llama a sus discípulos
para que estén con Él “en un lugar solitario”, a fin de que “puedan descansar”.
Esto, que es naturalmente necesario –como también es naturalmente necesaria la
sana recreación, llamada “eutrapelia” por Santo Tomás-, es algo además
necesario desde el punto de vista espiritual, porque los discípulos no solo necesitan
descansar, físicamente hablando, sino que también necesitan estar a solas con
Jesús, para descansar de tanto hablar mundano con la gente, para entablar un diálogo
íntimo, de amor y de comunión de vida, con Jesucristo, quien calmará sus
corazones, quitándoles la agitación que produce el trato continuo y sin pausa
con los seres humanos, para concederles la paz del corazón que sólo Dios puede
dar, según sus palabras: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo”.
“Vengan conmigo a un lugar solitario, para
que descansen un poco”. También a nosotros nos llama Jesús, a nosotros que
vivimos inmersos en el mundo, en las ocupaciones cotidianas, a las que se suman
las tribulaciones y persecuciones propias de un mundo sin Dios, y nos llama esta
vez desde el sagrario, desde la Eucaristía, para que estemos con Él “a solas”,
en un lugar solitario, que más que un lugar físico, es el corazón del hombre,
en donde Jesús quiere hacernos escuchar su voz y hacernos sentir el calor del Amor
de su Sagrado Corazón Eucarístico. Allí, en el silencio del sagrario, en el
silencio interior y exterior propios de la oración, Jesús Eucaristía nos habla
a lo más profundo de nuestro ser, no solo para apartarnos del palabrería vano y
sin sentido del mundo pagano que nos rodea, sino para colmarnos de su sabiduría
divina y para llenar nuestros corazones con la plenitud del Amor de Dios, el
Espíritu Santo. De ahí la necesidad imperiosa de hacer un alto en las
actividades cotidianas y de hacer un tiempo para hacer oración, para rezar el
Rosario, para hacer Adoración Eucarística, para asistir a la Santa Misa, para
detenerse un momento en los quehaceres diarios y elevar la mente y el corazón a
los pies de Jesús crucificado.
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