viernes, 15 de abril de 2016

“Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna”


(Domingo IV - TP - Ciclo C – 2016)

         “Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna” (Jn 10, 27-30). Jesús utiliza la figura de un pastor y sus ovejas para graficar la relación que existe entre Él –el pastor- y nosotros –las ovejas-, los bautizados en la Iglesia Católica. Para entender la analogía, hay que analizar brevemente dos cosas que hacen las ovejas en relación al pastor: conocen su voz y lo siguen por el camino por el que va el pastor. Así también debe suceder con el cristiano: reconocer la voz de Jesús y seguirlo. Ahora bien, reconoce su voz quien ama y vive sus mandamientos (cfr. Jn 14, 21), los mandamientos específicos de Jesús en el Evangelio, como “amar a los enemigos” (cfr. Mt 5, 44), “cargar la cruz de todos los días, negarse a sí mismo y seguirlo” (Lc 9, 23)y “vivir las bienaventuranzas” del Sermón de la Montaña (cfr. Mt 5, 1-12), lo cual a su vez está estrechamente relacionado con cargar la cruz.
Entonces, ¿qué quiere decir, más en concreto, “conocer su voz”? Quiere decir entonces amar al prójimo, pero no solo aquel con el que no tengo problemas, sino ante todo con aquel que, por un motivo circunstancial, es mi enemigo, porque este es el mandamiento específico de Jesús, que se opone a la ley del Talón –“ojo por ojo y diente por diente”, del Antiguo Testamento-. Pero no se trata de amar con el amor humano: se trata de amar “como Jesús nos ha amado” –“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (cfr. Jn 13, 34)- y Jesús nos ha amado con el Amor Divino, el Espíritu Santo, y hasta la muerte de cruz; esto quiere decir que si no amamos al enemigo de la misma manera que nos amó Jesús, entonces no escuchamos la voz del Pastor Supremo, no lo conocemos y no lo seguimos, porque nos comportamos como ovejas que no reconocen la voz de su pastor.
En el rebaño, una vez que las ovejas reconocen la voz del pastor, lo siguen por el mismo camino por el que va el pastor; no van por otro camino distinto, sino por el mismo camino del pastor, porque así se sienten más seguras. ¿Cómo se traduce esto en nuestra relación como cristianos con Jesús?
Así como las ovejas, al reconocer la voz del pastor, lo siguen, entonces también nosotros debemos reconocer la voz de Jesús que, camino del Calvario, nos dice: “Toma tu cruz y Sígueme” (cfr. Mt 16, 24). Así como las ovejas siguen al pastor, así también debe el cristiano seguir a Jesús, tomando la cruz de cada día e ir en pos de Jesús por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Este “tomar la cruz y seguir a Jesús por el Via Crucis”, no es algo dicho en un sentido sentimental, metafórico, simbólico o figurado: significa verdaderamente negarnos a nosotros mismos –en nuestras pasiones, en nuestra soberbia, en nuestro pecado dominante-, tomar la cruz para seguir a Jesús hasta el Calvario y ser crucificados con Él y morir con y junto a Él, como el Buen Ladrón para así, como el Buen Ladrón, para crucificar nuestras pasiones y así prepararnos para el Paraíso en la vida eterna (cfr. Lc 23, 43); tomar la cruz quiere decir seguir a Jesús para morir al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, la concupiscencia y el pecado, para morir al hombre que es hijo de las tinieblas a causa de la maldad de su corazón: “Porque de adentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricias, maldades, engaños, sensualidad, envidia, calumnia, orgullo e insensatez.…” (Mc 7, 21-22); tomar la cruz y seguir a Jesús quiere decir amar y vivir las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el Sermón de la Montaña, que es a su vez una consecuencia de cargar la cruz y seguirlo por el camino del Calvario, porque el bienaventurado en esta tierra no es el que es alabado por el mundo por su vida y pensamientos mundanos, ni el que disfruta sensualmente de las pasiones, ni el que posee riquezas materiales: el bienaventurado es el que está crucificado con Jesús, porque las bienaventuranzas son una participación a la Cruz de Jesús en el Calvario; seguir a Jesús significa morir al hombre viejo, para dar nacimiento al hombre nuevo, al hombre que vive la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida que hace del corazón del hombre una copia viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y de María y hace del cuerpo un templo del Espíritu Santo; la vida de la gracia y la Presencia del Espíritu Santo en el cristiano se ve cuando el cristiano muestra, no con sermones, sino con obras, la misericordia misma de Jesús: es el que da a los demás la mansedumbre y el amor de Jesucristo; es el que muestra con obras que el Espíritu Santo mora en él y le ha dado sus dones –sabiduría, consejo, temor de Dios- y sus frutos: justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Gál 5, 22) y no según el espíritu del mundo. El que sigue a Jesucristo se une, en estado de gracia, a su Cuerpo glorioso por la Comunión Eucarística, recibiendo del Cuerpo Eucarístico de Jesús la vida nueva, la vida de la gracia, la vida eterna, porque el Cuerpo Eucarístico de Cristo es la “fuente de la vida de Dios”, como dice San Efrén: “A ti sea la gloria, que te revestiste de un cuerpo humano y mortal, y lo convertiste en fuente de vida para todos los mortales”. Y ese Cuerpo, ya resucitado y glorioso, “fuente de vida (eterna) para los mortales, está en la Eucaristía.
Entonces, escuchar su voz que nos dice: “Toma tu cruz y Sígueme” es lo que debe hacer el cristiano, para ser como la oveja que conoce la voz de su pastor y lo sigue. Pero, para no seguirlo sólo con la imaginación, sino en la realidad y para unirnos a Él en la cruz de un modo también real y verdadero, tenemos que preguntarnos: ¿dónde está la cruz de Jesús? ¿Dónde está Jesús en la cruz? Y la respuesta es que Jesús crucificado está, de manera real y verdadera, en Persona -no de modo simbólico, metafórico o imaginario-, en la Santa Misa, porque la Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, por lo que es la Santa Misa nuestro Nuevo Monte Calvario, en donde llega a su culmen nuestra unión con Jesús. Dice también San Efrén: “Venid, ofrezcamos el sacrificio grande y universal de nuestro amor, tributemos cánticos y oraciones sin medida al que ofreció su cruz como sacrificio a Dios, para enriquecernos con ella a todos nosotros”[1]. “Ofrecer el sacrificio grande y universal” significa participar de la Santa Misa, en donde por manos del sacerdote ministerial, ofrecemos al Padre a Jesús crucificado y nos ofrecernos a nosotros, al Padre, en Él. Y el que esto hace, continúa San Efrén, se “enriquece con la cruz”, y esta riqueza consiste en recibir el Espíritu Santo, el Amor Increado, que es Quien nos hace nacer a la nueva vida, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios. Es para esto que la oveja, que conoce la voz del pastor, lo sigue –el discípulo carga la cruz y sigue a Jesús-: para recibir del Pastor Eterno la Vida eterna, la vida de Él, que es la vida misma de Dios Trino, y no la vida nuestra, la temporal o terrena, sino la vida de la gracia.
         Por último, la relación entre Jesús y nosotros se fundamenta en la relación entre Él y el Padre: “El Padre y Yo somos uno” y al ser uno –un mismo Dios-, están unidos por el Amor del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, el mismo Espíritu que Jesús concede a quien se une a Él en la Eucaristía. Esto quiere decir que quien se une a Jesús, se une también al Padre, es el Espíritu Santo recibido de Jesús, el que lo une al Padre. Unirse a Jesús Eucaristía es unirse a Dios Trino: al comulgar el Cuerpo sacramentado de Jesús, Dios Hijo, Él nos infunde el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que nos une al Padre, que está en Jesús y es uno con Él. Unirse a Jesús quiere decir unirse a Dios en el Divino Amor.
“Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna”. Quien es de Jesús, escucha su voz, lo reconoce y lo sigue por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Quien es de Jesús, escucha su voz, lo reconoce, se niega a sí mismo y se une a Él en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, para así comenzar a vivir, ya desde esta vida terrena, la vida nueva de los hijos de Dios, la participación en la vida misma de Dios Trino, la vida eterna.



[1] San Efrén, Sermón sobre nuestro Señor, 3-4. 9: Opera, edición Lamy, 1, 152-158. 166-168.

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