Jesús resucitado se aparece a los discípulos; entre ellos, a
María Magdalena y a los discípulos de Emaús (cfr. Mc 16, 9-15). Tanto María Magdalena como los discípulos de Emaús,
van a anunciar a sus hermanos en religión, pero en ambos casos, los
destinatarios de la Buena Nueva, se caracterizan por dudar de sus palabras: “no
les creyeron”, dice el Evangelio. A esta incredulidad, hay que sumarles las de la propia Magdalena y la
incredulidad primera también de los discípulos de Emaús. Cuando Jesús se les
aparece, personalmente, “a los Once”, lo primero que hace es “echarles en cara
su incredulidad y dureza de corazón porque no habían creído a los que lo habían
visto resucitado”. Jesús no pasa por alto la desconfianza infundada de sus
discípulos, mucho menos la del Colegio Apostólico, puesto que esta desconfianza
implica no solo no creer en las palabras de los testigos que lo han visto
resucitado, sino que, en el fondo, implica no creer en Él mismo y en sus
propias palabras, puesto que Él había anunciado que habría de resucitar “al
tercer día”.
“Les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón”. La dureza
de corazón es consecuencia de la incredulidad, puesto que la fe –la apertura de
la mente a la luz de la gracia- permite que el corazón sea capaz de amar en un
nuevo sentido, sobrenatural –al abrirse también a la acción de la gracia-, pero
si la mente se cierra a la Verdad revelada, Jesucristo, también el corazón se
cierra a la acción del Espíritu Santo en él.
Prestemos atención al reproche de Jesús, que también va
dirigido a nosotros, toda vez que actuamos como si Jesús no solo no hubiera
resucitado, sino que no estuviera, glorioso y resucitado, en la Eucaristía. También
nosotros somos “necios de entendimiento y duros de corazón” cada vez que no
elevamos la mente y el corazón a la Presencia gloriosa y resucitada de Jesús en
la Eucaristía y obramos sin misericordia, no como si fuéramos cristianos, sino
como si fuéramos paganos.
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