“¡Es
el Señor!” (Jn 21, 1-14). Luego de
que Jesús, ya resucitado, realiza el prodigio de la segunda pesca milagrosa,
San Juan Evangelista, que estaba en una de las barcas, reconoce a Jesús y
exclama, con gran alegría: “¡Es el Señor!”. Hasta el momento, no lo habían
reconocido, además de estar frustrados porque “no habían pescado nada en toda
la noche”. A pesar de que Jesús ha resucitado y está con ellos, no pueden
pescar nada y no reconocen a Jesús. Pero cuando Jesús hace el milagro de la
segunda pesca prodigiosa, entonces lo reconocen, Juan el primero. Muchas veces
nos pasa lo mismo con Jesús Eucaristía: Él nos espera en el sagrario, como
esperaba a los discípulos en la orilla, pero no para alimentarnos, como a
ellos, con carne de pescado, una carne sin vida, inerte, sino para alimentarnos
con su propia carne -tal como un pío pelícano- con su Cuerpo resucitado y
glorioso, con su Corazón inhabitado por el Espíritu Santo, el Amor de Dios.
“¡Es
el Señor!” +, dice Juan, reconociendo a Jesús luego del milagro de la pesca
prodigiosa; si el milagro es la ocasión para la efusión del Espíritu, que nos
ilumina y nos permite reconocer a Jesús, entonces nosotros tenemos una ocasión
infinitamente más grandiosa que una pesca milagrosa, y es la Santa Misa, en
donde se verifica el milagro, cada vez, de la conversión del pan y del vino en
su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Entonces, en la Santa Misa, luego de la
consagración digamos, con el mismo gozo exultante de Juan Evangelista, a Jesús
en la Eucaristía: “¡Es el Señor!”. Y, como Pedro, que se cubrió con su túnica
para ir al encuentro de su Señor, cubrámonos nosotros con la vestidura de la
gracia, para ir al encuentro de Jesús en la Eucaristía.
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