viernes, 1 de abril de 2016

Viernes de la Octava de Pascua


         “¡Es el Señor!” (Jn 21, 1-14). Luego de que Jesús, ya resucitado, realiza el prodigio de la segunda pesca milagrosa, San Juan Evangelista, que estaba en una de las barcas, reconoce a Jesús y exclama, con gran alegría: “¡Es el Señor!”. Hasta el momento, no lo habían reconocido, además de estar frustrados porque “no habían pescado nada en toda la noche”. A pesar de que Jesús ha resucitado y está con ellos, no pueden pescar nada y no reconocen a Jesús. Pero cuando Jesús hace el milagro de la segunda pesca prodigiosa, entonces lo reconocen, Juan el primero. Muchas veces nos pasa lo mismo con Jesús Eucaristía: Él nos espera en el sagrario, como esperaba a los discípulos en la orilla, pero no para alimentarnos, como a ellos, con carne de pescado, una carne sin vida, inerte, sino para alimentarnos con su propia carne -tal como un pío pelícano- con su Cuerpo resucitado y glorioso, con su Corazón inhabitado por el Espíritu Santo, el Amor de Dios.

“¡Es el Señor!” +, dice Juan, reconociendo a Jesús luego del milagro de la pesca prodigiosa; si el milagro es la ocasión para la efusión del Espíritu, que nos ilumina y nos permite reconocer a Jesús, entonces nosotros tenemos una ocasión infinitamente más grandiosa que una pesca milagrosa, y es la Santa Misa, en donde se verifica el milagro, cada vez, de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Entonces, en la Santa Misa, luego de la consagración digamos, con el mismo gozo exultante de Juan Evangelista, a Jesús en la Eucaristía: “¡Es el Señor!”. Y, como Pedro, que se cubrió con su túnica para ir al encuentro de su Señor, cubrámonos nosotros con la vestidura de la gracia, para ir al encuentro de Jesús en la Eucaristía.

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