“Yo
soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca
en las tinieblas” (Jn 12, 44-50).
Jesús se auto-revela como “luz”, pero no es una luz como la conocemos nosotros,
puesto que no se trata de una luz creada, porque Él es la Luz Increada, la luz
eterna, que proviene del Padre, Luz eterna, y así lo decimos en el Credo: “Luz
de Luz”. Jesús es luz, pero a diferencia de la luz artificial o de la luz del
sol, que es luz inerte y que sólo por analogía se dice que da vida, Jesús, al
mismo tiempo que ilumina, concede vida a quien ilumina, y esta vida que concede
no es la vida natural, creada, sino la vida de la gracia, que hace participar
en la vida misma de Dios Uno y Trino.
“Yo
soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca
en las tinieblas”. Al iluminar y vivificar con la luz divina que brota de su
Ser divino trinitario, el alma que recibe esta luz viva por parte de Jesús ya
no “permanece en tinieblas”, porque la luz vence a las tinieblas y esto
constituye un verdadero proceso de liberación espiritual, porque las tinieblas
que acechan a la humanidad y ponen en riesgo su salvación eterna no son las
tinieblas inertes del mundo cósmico, sino las tinieblas del pecado y del error,
además de las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, que acechan y dominan a
los hombres a quienes no ilumina el Hombre-Dios Jesucristo, Sol de justicia.
“Yo
soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca
en las tinieblas”. Jesús, Sol de justicia, Luz de Luz eterna, nos ilumina y nos
vivifica con la vida divina desde la Eucaristía. Adorar a Jesús Eucaristía es,
para el alma, no solo ser liberada de las tinieblas vivientes –además de las
tinieblas del error, del pecado y de la ignorancia-, sino ser nutrida y
vivificada con la luz misma de Dios, luz que es Amor, Vida, Paz y Alegría
infinitas.
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